Quien cree en milagros es un imbécil y quien no cree en ellos es un ateo.
— Rab Menajem Méndel de Kotzk
Hace poco tiempo, visitando por primera vez Ucraina y en una de sus ciudades universitarias, me correspondió cenar, el último día de un congreso, junto al rector local. Nos encontrábamos a pocos kilómetros del lugar donde nació el Baal Shem Tob, y como el rector era historiador, creí perfecta la ocasión para informarme de aquello que no iba a lograr visitar yo mismo: cómo se encuentran ahora los viejos pueblos que fueron cortes jasídicas un día en el antiguo reino de Polonia. El rector me miró de soslayo y respondió que no tenía idea de quién fue el Besht ni de qué estaba yo hablando. Y, evidentemente, yo sentí una vez más el desgarro cultural de Europa, que un español sensible no deja de tener a la vista cada vez que contempla las viejas ciudades de su país, lee su antigua literatura o contempla su desdichada historia. El antisemitismo no termina de dejar libre de su espanto a Europa; pero Europa no puede entenderse a sí misma, ni en su historia ni en su presente, mientras no conceda un puesto esencial en su figura espiritual no ya al cristianismo sino precisamente al judaísmo — que no deberá entender jamás tan sólo como tipo y quizá contrafigura de la(s) iglesia(s) cristianas.
Hermann Cohen suscitó póstumamente, justo al final de la Primera Guerra Mundial, la irritación más o menos contenida — al principio, puesto que más adelante perdió todo control de sí misma — de muchos intelectuales alemanes al proclamar que la recién nacida gran nación europea a la que pertenecía, era, prácticamente mitad por mitad, Deutschtum y Judentum. La prueba clamorosa — y extremadamente irritante — de ello la había proporcionado al exponer la comprensión radical kantiana de la religión, que él hacía suya prolongándola con originalidad, como de raíz más verdaderamente judía que cristiana. La religión de la razón se desarrollaba esencialmente a partir de las fuentes del judaísmo, sobre todo, de la profecía en el período del Exilio y de los salmos del postexilio. El debate entre mística y religión de la razón era llevado al terreno del debate mismo entre ética y metafísica, de la cual afirmaba Cohen que nacía y renacía siempre de la enemiga contra la ética. Pero mística y metafísica significaban, sobre todo, en su visión, la helenización del judaísmo llevada a cabo parcial pero severamente por el cristianismo.
De aquí el peculiar interés que tiene recuperar hoy el judaísmo místico de Europa Oriental en la época, precisamente, de la Ilustración judía, la Haskalá. Incluso cuando la metafísica se identifica con la religión y es contrapuesta a la ontología (la evidencia de la guerra), como sucede en Emmanuel Levinas, queda en esta versión nueva del Talmud un resto de despego exagerado por la tradición mística, contra el que hoy nos volvemos algunos amantes de la filosofía de Levinas, no sólo, como yo, desde el campo kierkegaardiano, sino también, como Catherine Chalier, desde la estricta escucha judía de Levinas.
El jasidismo, que viene a ser la forma oriental y contemporánea de la Cábala sefardí, como en seguida se verá, es el gran fenómeno espiritual que marca los límites entre la Europa sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial y la Europa quemada en la Shoá. Su evocación debe de alguna manera ayudar a reintegrar nuestra alma, aunque nuestra historia, como ha hecho notar Emil Fackenheim tan poderosamente, haya quedado irreparablemente rota.
El jésed es palabra esencial del lenguaje bíblico desde los comienzos. Amor, gracia, piedad, podrían reunidos, de alguna manera (más bien pobre), traducir el sentido de esta palabra. El jasid es compasivo y entusiasta, celoso del Nombre de Dios; no sólo cumple los mandamientos sino que su afectividad se llena con ellos como con fuego. Y jésed es también el brazo del Adam Cadmón cabalístico, que equilibra el brazo de din, de juicio. Dios, Su Presencia, es justicia pura, pero también es, en la misma proporción, compasión amorosa pura: algo que al hombre le resulta imposible.
De aquí que quienes practicaban el amor al prójimo con total radicalidad en el ambiente durísimo de la región del Rhin durante y después de las Cruzadas, se denominaran, como por antonomasia, los Piadosos, los Jasidim, como antaño los resistentes de la revuelta macabea contra la tiranía siro-macedónica. De ellos se decía que ardía su corazón en una forma de gozo que en realidad resultaba de la fusión perfecta del temor y del amor de Dios. Y es de esta experiencia histórica martirial de donde directamente procede el revivir de la tradición trasformada que inició en las primeras décadas del siglo XVIII en Galitzia el Baal Shem Tob.
Aún para hoy cabe considerar fundamentales las definiciones y las descripciones de los jasidim que figuran en la Misná y, en concreto, en Pirqé abot. En ellas se dice, en primer lugar, que el hombre que es piadoso es aquel a quien gusta sobre todo dar, pero también que los demás den. Aunque, por otra parte, se le reconoce en la actitud básica de quien dice: “Lo que es mío, es tuyo, y lo que es tuyo, es tuyo”. A lo que hay que añadir que esta pasión por dar y darse a los demás, porque la sociedad entera se configure sobre la ayuda y la hermandad, tiene su fuente en que el piadoso es sobre todo aquel que ya una hora antes de que llegue el momento oficial y público de la oración común, vuelve en solitario y sin alharacas su corazón hacia Dios. De este modo, precisamente porque en el jasidismo de toda especie ha de haber siempre este componente de piedad individual, de culto del corazón, de gozo místico, en Pirqé abot se reconoce también que, desde luego, hay piadosos entre los gentiles, y que éstos tienen parte en el Mundo por Venir.
Si resumimos estas notas de la tradición antigua sobre el piadoso, nos encontramos, pues, con que es, ante todo, el hombre que jamás abandona el celo del Señor, pero que, además, no se contenta con el cumplimiento escrupuloso de la Torá, sino que pasa más allá, a las obras que están como en continuidad con la trayectoria de virtud y religión que traza la Torá pero no exige: da y se da a los demás, y querría que el mundo se organizara enteramente dentro de esta atmósfera de la bondad que desborda el mandamiento para obedecerlo mucho mejor, en letra y espíritu y más todavía. De aquí que la acción comunitaria del piadoso arraigue en su ardor místico personal. La expresión adecuada de éste es el amor total al prójimo, reflejado en una alegría extrema del propio corazón: una alegría hecha de reverencia a Dios y reverencia a Su obra.
En la forma del jasidismo introducida por el Baal Shem Tob a principios del siglo XVIII, el estudio, el conocimiento perfecto del Talmud, pasará a un segundo plano, debido a la urgencia de la caridad y del entusiasmo místico; lo cual fundará una parte de la dura enemistad, de la persecución incluso, que los jasidim hubieron de sufrir desde temprano y precisamente no tanto por la parte de las autoridades civiles católicas u ortodoxas, sino por la del rabinato mitnaged. En una medida no desdeñable, el jasidismo moderno, como consecuencia de estos principios generales, fue, al menos hasta la Shoá y sobre todo en sus primeras generaciones menos perseguidas, una forma de acercamiento de dos modos de la piedad popular: la cristiana campesina, ya católica, ya ruso-ortodoxa, y este eco peculiar del antiguo Pueblo de la Tierra que fue el judaísmo del shtetl. Hay en el saddic un cauto paralelo con el fervor de un stárets.
El jasidismo polaco fue el modo de acomodación del espíritu shabtaísta a la realidad posterior al fracaso del Mesías Shabbetay Sebí en la segunda mitad del siglo XVII. La Cábala de Safed en el XVI-XVIII es el presupuesto espiritual casi trasparente de la aparición, las ideas y la carrera martirial y paradójica de Shabbetay Sebí. Yisjac Luria había dado un giro apocalíptico a la Cábala a raíz de la extrema desgracia, incomprensible, imposible, que había sido la pérdida de Sefarad. La recuperación de las chispas de la Luz divina dispersas en este mundo de mal y oscuridad pareció luego exigir la bajada a los infiernos del Mesías Shabbetay Sebí: su apostasía en Estambul no destruyó por ello las bases de su movimiento sino que las llevó como al subsuelo. Ya no cabía que la esperanza se realizara en la forma ingenua del regreso triunfal a la Tierra, sino que el modelo del Mesías que se crucificaba a sí mismo sugería el terrible principio de que en realidad la Ley se cumplía mediante la infracción. ¡También el Mesías era un marrano, y, por lo mismo, la comunidad fiel debía imitarlo a través de la trasgresión y la apostasía!
En las mismas regiones que, en muchos casos, habían ardido de esperanza por la misión de Shabbetay Sebí y se habían hundido luego o en la desesperación o en la inversión de la Ley, aparece y se expande pocas décadas después de la catástrofe de Estambul el jasidismo: una forma no apocalíptica de la Cábala.
Sobre la base genérica de las tesis de la Cábala de Luria (la ruptura de los vasos, la dispersión de las chispas de la luz hasta el más bajo de los mundos, el imperativo de lograr restituirlas — ticcún — a los mundos superiores), el Besht1 interpretó esta dispersión en el sentido entusiástico que se inspira en Is 6, 3: “La Tierra está llena de Su Gloria”, es decir, está toda impregnada de Su Presencia (Shejiná). Cualquier cosa y cualquier acontecimiento, incluso lo que se diría a primera vista que es maldad pura y sinsentido puro, dan en alguna forma más o menos misteriosa testimonio de Su Presencia.
El otro fundamento del jasidismo es tan tradicional como Najmánides y, por lo mismo, vincula la Galitzia del XVIII con la piedad ferviente medieval. Se trata de la versión que el gran pensador y místico había dado del sentido de Dt 11, 22: “Si ponéis fielmente por obra los preceptos que yo os mando hoy amando al Señor, vuestro Dios, siguiendo sus caminos y pegándoos a Él”. La adhesión, la debecut, es una profunda novedad respecto de la comprensión “fría” del cumplimiento. Esta vinculación personal y comunitaria con el Señor fue entendida por Najmánides como un mandamiento que en cierto modo es la cumbre del sentido de obedecer los demás mandamientos. Pero el resto de la interpretación tradicional decía que lo que hay antes de la adhesión es el grado pequeño (qatnut) de la realización de la fidelidad judía, mientras que la adhesión significa el grado grande (gadlut). En cambio, el Besht imprime sobre todo en el movimiento que lo seguirá una marca distinta: la debecut misma no debe ser tomada como la meta y la cima del ser judío sino, muy al contrario, como el punto de partida para la existencia de la persona piadosa y fiel. Si no se vive en plenitud esta adhesión de cada uno y de todos al Señor, la pura obediencia de las misvot no pasará de ser una forma refinada de idolatría. Si ha de ser cierta la tesis de la Cábala sobre la repercusión del Mundo de abajo en los Mundos de arriba (y viceversa), sólo la intención (kavvaná) ardiente de apegarse al Señor convierte el cumplimiento en una auténtica santificación del Mundo ínfimo. Colabora, así, el hombre piadoso a la redención del mundo de abajo y va forzando suave, pero inexorablemente, la aproximación del Mesías.
La Torá se cumplirá entera, desde luego, pero sin obsesión por el detalle en momentos en que sea imposible llevarlos a cabo. Hay veces, dirá un célebre relato, en que el hombre podrá olvidar la misma letra de los textos oracionales que lleva repitiendo toda la vida. No debe entonces desesperar. Al menos, ha recordado a su hora el mandamiento. Que silbe con todo el corazón, si no es capaz de otra cosa.2 Y algo paralelo ocurrirá con el estudio: el Talmud es bueno y santo, pero la caridad efectiva, inmediata, continua y plena, es aún mejor; y la alegría o el éxtasis son, desde luego, preferibles a la mera repetición de la casuística en la escuela. De hecho, se cuenta de algún jasid que nunca consiguió aprender nada de su rebbe, porque en cuanto acudía el sábado a su casa, ya a veinte metros de él caía en éxtasis.
El Besht llegaba tan lejos en la interpretación mística de la letra de los preceptos que afirmaba, de nuevo al lado de la Cábala, que cada día se dona al hombre la Torá y que cada día responde, éste, como al pie del Sinaí. Su seguidor, el maguid de Kójenitz, sacaba la conclusión de que la Torá se renueva a diario, como ha de renovarse la experiencia, nunca del todo repetible, de la adhesión entusiasta a Dios. Y el gran rabbí Najmán de Bratislava aborrecía y temía horriblemente la repetición como tal: los mismos serafines, que alaban a Dios ante su trono sin cesar, no repiten jamás un salmo. Rabbí Najum de Chernóbil no se detenía ante ninguna dificultad y ante ninguna novedad en la expresión de la verdad, y cuando veía vacilar la comprensión de sus jasidim, les gritaba que, si a él no lo entendían, mucho menos entenderían entonces al Mesías en sus atronadoras proclamaciones del Último Día.
Por cierto que es deliciosa la descripción que los jasidim daban de sus adversarios, los seguidores, sobre todo del Gaón de Vilna: el enemigo del jasidismo ama la Torá, sin duda; el jasid, por su parte, claro que ama la Torá, pero antes y primero ama a quien ama la Torá.
El apoyo limitado de la ley rusa posterior a las guerras napoleónicas permitió a las comunidades místicas arraigar en multitud de shtetls y organizarse, con una exageración escatológica bastante admirable, en “cortes” reales o, mejor dicho, principescas, donde el rebbe es directamente denominado, además de príncipe, justo, (saddic). Su autoridad moral, religiosa, mística, jurídica y hasta escrituraria, llega en muchos casos a ser, vista desde ahora, casi una forma de tiranía, aceptada, desde luego, con amor y devoción por la comunidad. Lo cual impulsa, naturalmente, el florecimiento de una variedad grande de tendencias, que llegan a diferenciarse extremadamente. Las paupérrimas cortes jasídicas se convierten en otras tantas escuelas diversas de existencia judía. A partir de 1881, los pogroms regresan. La capacidad milagrosa del místico se emplea esencialmente en la peligrosa aventura de acelerar la llegada del Mesías. Grandes crisis impiden siempre que la invocación a la que el Mesías no podría resistirse tenga finalmente lugar y efecto. Mientras la literatura en judío recoge narrativa y festivamente la vida del shtetl, los maestros anticipan en su sombría espiritualidad (se diría que la raíz shabtaísta renace) los relatos de Kafka o Meyrink.
El jasidismo se ha atenido en su manifestación didáctica a la forma haggádica de la enseñanza e incluso, sobre todo, al antiguo sistema del mashal, de la parábola. Aparte de los escritos conservados de algunos de sus representantes más célebres, la tradición jasídica es esencialmente oral, dado el espíritu carismático que la inspira y el horror a la repetición que está en su núcleo viviente. Este principio de esencial inestabilidad literaria se observa con facilidad y asombrosamente comparando las obras respectivas de los dos escritores que más han hecho, sin duda, por la extensión de la influencia del espíritu jasídico en el mundo: Martin Buber y nuestro contemporáneo, el superviviente de Birkenau, Elie Wiesel.3
En efecto, en los relatos de Buber (el inicial lleva el título, ya muy significativo, de Die Legende des Baalschem), el elemento milagroso, directamente procedente de la Cábala en versión popular, está presente por todas partes. Además, como la Tierra está llena de Su gloria, como en todo hay chispas de luz diseminada, nada deja de contribuir a la dicha y la práctica del fervor jasídico. Por descontado, la misma negación de Dios está al servicio de su adoración de alguna manera, y hasta se podría afirmar rotundamente que todo es tan providencial que, en realidad, no hay mal que por bien no venga. En las reconstrucciones de Wiesel, en cambio, el amor a fondo perdido por el prójimo, la paradoja escandalosa y absoluta, el grito de Job, los fracasos de los maestros cuando quieren poner en práctica sus poderes para concluir con el Exilio, llenan la escena completamente.
Buber, abstraído un día en sus estudios sobre mística, tuvo que sufrir que un alumno suyo, nada más salir de su gabinete, se suicidara. El profesor estaba demasiado en otra esfera como para recibir la señal de alarma de la desgracia de aquí abajo. Wiesel ha preferido, por lo menos en ciertas épocas, además de escribir novelas desgarradoras sobre la práctica imposibilidad y, sin embargo, la absoluta necesidad de prolongar la tradición jasídica, colocar como lema de su trabajo el más horrible de los relatos a los que da lugar el siglo de la muerte, el siglo que ha sido el cementerio del futuro: Un judío loco y vagabundo entra una mañana de sábado en una sinagoga de un shtetl húngaro, avanzado ya el año 1944, y ve a la comunidad implorar a gritos la ayuda del Señor, porque llegan de todos lados noticias sobre deportaciones masivas. Y entonces el loco, espantado, exige silencio, no vaya a ser que el Altísimo perciba que todavía quedan judíos en aquella región.
Elie Wiesel, en efecto, ha traducido a la lengua común el corazón del jasidismo, que toca a los maestros espirituales de hoy no dejar que se detenga. Cuando el joven periodista desesperado que era por entonces Wiesel vuelve a ver jasidim en Brooklyn años después de 1945, se burla con desprecio de su alegría, que él cree forzada e inauténtica, ingenua pero hondamente hipócrita y cobarde: ¿no se ha visto que a Dios le gusta la tortura de sus más fieles? Pero el rab le contesta que, después de lo sucedido, claro que es difícil la oración tradicional, pero, en cambio, es imposible no gritar delante de Dios.
En el momento actual, Catherine Chalier, la excelente profesora de filosofía de París, alumna fidelísima de Levinas, explora tanto en la erudición como en la existencia de qué modo no será del todo imposible reconciliar al mitnaged con el jasid. El más hermoso libro de esta autora es, en mi opinión, su Tratado de las lágrimas. Y ¿qué otra cosa hace el jasidismo tardío, ya desde mitad del XIX, que recordar constantemente que, desde el gran Jurbán (“Destrucción”) del año 70 y desde el martirio de rabbí Aquiba, el cielo sólo tiene abierta la puerta de las lágrimas? Veamos, pues, a la manera jasídica aprendida en la escuela de Wiesel, cómo se desenvuelve en concreto la vida bajo el prisma de estos maestros. Es absurdo hablar del jasidismo de un modo no contagiado de jasidismo.
El Besht, que trabajó de arriero y así dispuso de más oportunidades para expandir cómo “un pequeño saddic ama a los pequeños pecadores”, imaginaba ya a Dios — también la evocación de tradiciones místicas medievales se hace aquí evidente: tan densa es la trasmisión — como un rey que posee un palacio lleno de tesoros (las moradas, los palacios, que representan aquí también los diferentes niveles de la realidad o mundos, conforme a la Cábala). Él, naturalmente, se sienta en su trono en el centro mismo de este complejo edificio. Allí espera a los invitados; pero éstos, hechizados por las riquezas de los cercos externos de la sala del trono, jamás llegan ante Su presencia. Wiesel extrae como leit motiv de su comprensión del jasidismo que Dios mismo intenta paliar Su soledad y lo más que consigue es consolar un tanto, a veces, la de los hombres.4
También recojo, entre las historias innumerables atribuidas al Besht pero poco características, una que sí lo es evidentemente: cómo reprendió al amigo que, habiendo ido hasta los confines del mundo, se encontró allá con un judío que le preguntó sobre el estado de las comunidades en su remoto país occidental. El amigo del Besht contestó, para no amargar la vida del desconocido, que no iban mal los judíos en aquel sitio de donde él procedía. Naturalmente, la buena voluntad, como en tantos otros casos, había destrozado en éste la posibilidad de que el Mesías acudiera en auxilio de sus fieles en peligro extremo. . .5 Porque la tensión de la espera, reminiscencia directa de la crisis shabtaísta, vuelve una y otra vez en los relatos ingenuos (ascendencia de la literatura anecdótica yídis, como la encontramos, por ejemplo, en Shólem Aléijem y hasta en el extraordinario prosista escéptico que es Isaac Bashevis Singer). Los jasidim tienen todos, faltaba más, su traje de gala en el armario, aunque no haya de nada en el pueblo: siempre puede ser que venga la oportunidad de estrenarlo acompañando a Jerusalén al Mesías. Aunque basta con mirar cada mañana por la ventana a la calle para comprobar que tampoco hoy, ni nunca en nuestra vida, es el día señalado. Y los rabinos místicos firmaron alguna vez, por sistema, los contratos matrimoniales con la reserva de que quizá la ceremonia, a los pocos días, no se celebrara en Lublin sino en Jerusalén. Nada más lejos de esta primera oleada de entusiasmo que la idea de que ya el Mesías hubiera venido y hubiera fracasado, muerto, por ejemplo, entre la turba de los mendigos en los puentes de Roma, hace muchos siglos.6
Antes del establecimiento del sistema de las cortes y las dinastías, cuando la refriega con los mitnagdim estaba en su culmen, destacan las personas del Oso (Dov-Beer, pleonásticamente) de Mézeritch, de Najum de Chernóbil y de Pinjás de Kóretz. Aunque con ellos ocurre como con los santones musulmanes, al decir de Franz Rosenzweig: que sus vidas no muestran apenas rasgos diferenciales entre ellas. Al rebbe de Chernóbil le preocupaba hacer funcionar su razón contra la verdad; al Oso de Mézeritch, sobre todo, el respeto de los débiles, del nuevo am ha-áretz al que daba lugar la situación social de Ucrania y Polonia. Así, en sus enseñanzas se cuenta que arremetía contra la ascesis farisea, porque si quien la practica llega a creer que, igual que él, nadie, en el fondo, tiene necesidad de nada, es evidente que será un hombre duro para con los demás. Otra enseñanza clásica, atribuida al rab de Mézeritch: la necesidad de que el corazón humano en cierto modo se rompa, a fin de que la rara llave que es Dios lo abra un día. En la doctrina posterior de los “avisadores del fuego” de la Shoá, sólo el corazón destrozado está entero, porque su condición es la inversa del resto de las realidades de aquí abajo. Es decir, que sólo quien no se pertenece porque se ha expuesto al pleno amor del otro, de todo otro, incluso de los gentiles, cumple con lo que pide la esencia del corazón.
A R. Pinjás de Kóretz también le preocupaba la cuestión de la armonía entre la razón y la debecut. Al fin y al cabo, la Haskalá comenzaba. En los cuentos en que figura como protagonista, empieza a resonar la inquietud. Ante todo, ni se le ocurría mejor demostración de la existencia de Dios que jurar a sus jasidim que Dios existía; y a éstos, desde luego, no les parecía posible prueba más contundente y mejor fundada en razón. De hecho, el rasgo muy propio de cuanto se atribuye a R. Pinjás es que daba culto a la verdad, en el célebre sentido que tantas otras tradiciones religiosas han recogido luego, admiradas de la profunda enseñanza que se contenía en la confianza de Pinjás: que bastaría con que un puñado de hombres en todo el mundo subiera a los tejados de sus casas y proclamara, absolutamente en serio y sabiendo lo que se decía, que Dios es Dios, y la realidad del mundo se trasformaría. El Olam ha-bá llegará indefectiblemente atraído por el solo brillo de la verdad. Pero, como este extraño socrático comprendía bien, nada menos habitual que vivir en una relación radical con la verdad, o sea, con Dios. De aquí que Pinjás de Kóretz, aunque era consciente de los poderes que su maestría mística le otorgaba respecto del mundo superior y sabía que sería capaz de hacer venir al Mesías, prefería fiarse, en este asunto, más de Dios que de sí mismo y del anhelo de su comunidad, por unánime y clamoroso que fuera. Y se ve que también era consciente de hasta qué punto se ha de dilatar todavía la espera de lo escatológico y la redención, pese a que ya parecería que el dolor sufrido tiene colmada la medida hace mucho; porque Pinjás exclamaba que, respecto de Jerusalén, a lo más a lo que él llegaba era a imaginar a alguien que había visto una vez la Ciudad.
En la tercera generación de maestros jasídicos, Wiesel presta un tono de alarma a las más hermosas fórmulas de los maestros con los que se abre el siglo XIX. Baruj de Medzebozh, por ejemplo, no pensaba que el mérito de Elías cuando retó en el Carmelo a los sacerdotes de Baal (1 Re 18) fuera hacer bajar aquel fuego del cielo que abrasó su víctima y exterminó a los rivales, sino en el hecho de que por su acción llegara el pueblo a gritar al unísono (se entiende que contra la evidencia masiva de cómo son los hombres, cómo es el mundo y cómo es la historia): “¡El Señor es nuestro Dios!”. En la boca del mismo maestro se pone también otra expresión muy propia del jasidismo que retoma sus relatos a la luz negra de la Shoá: como a Dios se le puede rendir culto con todo, siempre que la debecut guíe nuestra acción, también en la furia compartida se le hace homenaje, en la furia de un maestro que lanza el mismo gemido de desesperación que su discípulo que no logra entender nada de Dios…
Aarón de Carlin, por el mismo tiempo, insiste en el principio que acabo de comentar. Puede que sea lógico que el hombre se odie a sí mismo, al menos un poco; pero el problema está en que no hay mejor medio para empezar a la vez a odiar a los demás, porque entonces es cuando comprendemos que no tendrán menos razones para aborrecerse a sí mismos que las que tengo yo para aborrecerme a mí mismo. Y de Meír de Premishlán se dice que amaba a los pobres justamente por su impotencia para vencer la pobreza.
En este momento, cuando aún no florecía el fenómeno de las cortes jasídicas y era bastante frecuente viajar de una parte a otra del país para hallar en todas enseñanza y decidirse luego a habitar cerca de aquel saddic con quien más afinidad y más debecut se hubiera vivido, parece haberse expresado de la forma más intensa y bella el principio del amor universal.7 Es sobre todo el caso conjunto del maestro Uri de Strélisk y del justo Mosé Leib de Sassov. Uri reconocía que para él era imposible amar al mejor de los justos con la fuerza y la sinceridad con que ama Dios al peor de los pecadores.8 En cuanto al rabino de Sassov, él es el sujeto más repetido de una historia chejoviana, atribuida luego a otros varios justos, y en donde alcanza su cima la tendencia más radical del jasidismo, a mi modo de ver. Pues de él se cuenta9 que llegó a habituar a su comunidad a su ausencia precisamente el Día del Perdón, la solemnidad máxima del año litúrgico. Una trasgresión digna, evidentemente, de un cripto-shabtaísta. Cuando por varios años se repitió el asombroso caso, la comunidad decidió poner en práctica una treta de detectives un tanto ignominiosa: un hombre atrevido se ocultó la noche de la víspera del Yom Kippur en la casa del rab y pudo así seguir la aventura de éste en el Día de la Expiación y la Reconciliación. A lo que resultó que se dedicaba era a disfrazarse de campesino cristiano e ir al bosque a hacer leña que luego traía, para reserva de todo el invierno, a una vieja ortodoxa pobre. Le regalaba la carga, charlaba con ella y prometía regresar al año siguiente, si aún vivía. Y no decía una palabra sobre su verdadera identidad. Aquel extremo de la pobreza y la ignorancia que era la anciana necesitaba más que nada saber que aún existe la hermandad entre los hombres y, sobre todo, entre aquellos que ella creía que eran los que mejor voluntad y mejor doctrina tienen. Y es que, en definitiva, como dice otra historia sobre este mismo personaje que desciende al fondo de la miseria, los afectos profundos de los hombres se comparten antes de que las palabras que los expresan suenen, si de veras hay amistad y fraternidad entre ellos. Era una lección que decía haber aprendido Mosé Leib de dos cristianos borrachos en una taberna (o sea, en un lugar al que, como es obvio, no convenía nada la presencia del judío piadoso). Uno de aquellos hombres comprendió que el otro no era su amigo cuando ni el vino ni las lágrimas le trasmitieron su desgracia: ¡su presunto amigo se empeñaba en preguntarle qué le pasaba!10
En la época de las guerras napoleónicas, en Berdichev, surgió uno de los maestros más intensos del jasidismo, aunque tampoco él llegó a vivir el tiempo de las cortes: Leví Yisjac. A la vista de los dolores del pueblo, Leví Yisjac proponía cambiar el nombre con que se conoce, precisamente, a Yom Kippur: esta segunda palabra debe ir en plural, porque si Dios ha de perdonar en este día al hombre, no menos ha de perdonar hoy el hombre a Dios. ¿Cómo seguir tranquilamente orando a quien no hace caso nunca? ¿Cómo no reprochar a Dios que sepa tanto de nuestros pecados, a fin, en realidad, de poder ejercer la divina potestad de perdonarlos? El hombre debe retraerse de la Creación que hizo Dios retrayéndose. Sólo así no mentirá jamás. Y cuando se está en medio del sufrimiento y se grita de pena ante Dios, al menos debería ser cierto que es ante Él como sufrimos; y mucho más: que de veras es expiatoriamente, por Él, según la imagen terrible del Segundo Isaías sobre el siervo del Señor, por lo que el pueblo sufre tanto. Pero Dios nos deja en el ansia de su silencio.11
El puñado de los secuaces de este místico de la escuela de Job que fue Leví Isaac de Berditchev y sus avisos premonitorios de ciertas sentencias rabínicas que condenaban a Dios cuando se desató la Shoá, decía que era tal la decisión de interceder por los pobres hombres sufrientes que albergaba el saddic al morir, y había de ser tal su poder en el Más Allá, que Dios lo volvió después de la muerte un ángel de fuego en su presencia. De lo contrario, ningún hombre conocería más que el Paraíso, una vez que los cielos se llenaran de las súplicas de mediación de este santo. En cambio, es típico de la acomodación relativa del primer saddic con corte, es decir, del maguid Elimélej de Lizensk, la demasiado tradicional doctrina de que, sin embargo de tales hipérboles, el dolor sólo es el velo que cubre la divina caridad, demasiado ardiente para que podamos experimentarla de modo directo y en su naturaleza misma.
El Vidente de Lublin tenía también un concepto de la existencia y de la adhesión religiosa que contrasta con lo paradójico que sabrá poner tan maravillosamente de relieve la época siguiente. En su enseñanza espiritual destacaba el rechazo de toda desesperación, hasta el punto de que afirmaba que Dios no castiga tanto el pecado como el desánimo que suele engendrar y al que el hombre se entrega perezosa y gustosamente. Si es mala señal saberse (creerse) justo, peor señal aún es sumirse en este estado del pecador que demasiado bien se sabe pecador. De hecho, en una tremebunda historia relataba cómo dos justos, incomprensiblemente, habían caído, en un viaje a la ciudad, en la tentación de un burdel. Ya de regreso a su shtetl, uno parecía haber olvidado el episodio, pero el otro daba muestras de haber quedado marcado por él a fuego. Y éste abominaba de la aparente ligereza de la conciencia de aquél. Hasta que se recreó de tal modo en su preocupación que jamás volvió a rendir obra buena alguna, mientras que el otro logró reemprender su vida tan piadosamente como antes.
Los dos nombres señeros de la última generación creativa del jasidismo del XIX deben ser tratados aparte, aunque sea en pocas líneas. La luz que han arrojado los acontecimientos que siguieron luego hace de estos dos hombres enigmáticos profetas. El que entre ellos destaca más poderosamente es Najmán de Bratislava, dada la evidencia de que su literatura barroca y oscura, transida de tragedia y sin claves, se ha reflejado y continuado en las ficciones de Kafka. Najmán de Bratislava se presentaba a sí mismo aureolado de un orgullo excesivo, que en su caso era compatible con la humildad perfecta, ya que sólo trasparentaba una conciencia clara del valor de sus mensajes. Dijo que la única diferencia entre el Mesías y él era que el otro todavía tenía que venir, por lo que se vería forzado a comentar las parábolas de rabbí Najmán, y no precisamente al revés.
La más espantosa de tales parábolas es la sustancia misma de El Castillo kafkiano. Se trata en ella, con largo pormenor, para que toda su atmósfera oprima, del resultado que tuvo la carta que se le envió a los confines del reino a un ciudadano feliz y fiel, a quien se quiso honrar destacadamente. Cuando el mensaje prometiendo estos honores le llegó, de posta en posta, él, prudente, cauto, no quiso alegrarse con exceso antes de tener la prueba de la autenticidad del documento. Pero, naturalmente, el cartero no podía proporcionársela. Hubo que emprender un viaje a la capital no para dejarse condecorar y regalar, sino para reconstruir la cadena de correos por cuyo medio la carta terminó en el que se decía en el sobre que era su destino. De funcionario en funcionario, la expedición no pudo concluir jamás, porque, en definitiva, todos dependían de la veracidad no del todo comprobable de otro funcionario o superior, de alguien más cercano de la que todos suponían en el reino que era la fuente del poder. De la misma manera que el personaje de Kafka sólo logra entrar una vez en las dependencias aledañas del Castillo, y encima le vence en ese momento el sueño, el hombre suspicaz, que sabe dominar sus sueños y sus impulsos infantiles, que sabe hacer buen uso de su razón, se ve condenado por estas buenas cualidades suyas a no recibir el premio que el rey, sin embargo, sabemos nosotros que sí quería realmente darle; y podemos suponer que, en su secreto, en el centro de su palacio, la decepción del rey es en cierto modo mayor todavía que el sufrimiento del viaje errático del súbdito convocado a Su presencia.
Es que rabbí Najmán veía ya llegar un tiempo en que la locura se apoderaría absolutamente de todo y de todos. Como cuando una profecía hizo saber al rey y a su visir que quien salvara la vida comiendo del pan elaborado con los trigos de las próximas cosechas, lo haría a costa de perder el juicio. El rey y su ministro hicieron entonces cuanto estaba en su mano: almacenaron trigo de las cosechas ya habidas y procuraron administrarlo poco a poco al pueblo que lo reclamaba siempre en cantidad excesiva; pero como veían venir el momento en que ya nada quedara más que el pan de la locura, se marcaron ambos un signo en la frente, como la señal de Caín, para que cada vez que en el futuro se encontraran, recordaran siquiera por un instante que todos, incluidos ellos mismos, estaban sumidos en el desvarío absoluto y ya nada de lo que se creía correspondía a la antigua divina realidad. No sabemos, por cierto, si la afección llegaba a tanto como para que este reconocerse mutuo resultara al final imposible…
De aquí que la primera vez que Wiesel se encontró con uno de los jasidim “muertos”, como se llamaban a sí mismos los descendientes del maestro de Bratislava, sus palabras le resultaron inolvidables y le han dado materia para pensar y recrear literariamente cualquier brizna de esperanza desde la situación de Job. Fue este encuentro en el campo de exterminio. Los prisioneros, que aún cumplían en muchas ocasiones, en la medida de lo posible, los preceptos, y aún dialogaban entre ellos, solían preguntarse qué clase de interrogante planteaba al mundo y a Dios su persecución, nunca antes vista en la historia de perversidades del Poder humano. El jasid muerto se atrevió a decir: “¿Y si nosotros no somos un signo de interrogación sino una respuesta?”
En una gran proximidad a esta escandalosa enseñanza limítrofe con el nihilismo están los relatos atribuidos al otro maestro trágico: Menajem Méndel de Kotzk. El saddic de Kotzk no animaba a cumplir la Ley trasgrediéndola, pero sí a llevar las cosas hasta el extremo del silencio y la herida, tanto en el cuerpo como en el espíritu. Es una verdad patente que ningún grito clama tan fuerte como el silencio por el que se lo reemplaza, y ni siquiera el silencio parece expresión suficiente de ciertas experiencias que son tanto místicas como reveladoras del sentido de una historia de apocalipsis que se hace insufriblemente interminable. Porque también es verdad que en ningún sitio se ora mejor a Dios desde la intención de adhesión a Él que desde el infierno, con tal de guardar y preservar la conciencia de que se está ya en éste o en sus umbrales, por lo menos. Los corazones no desgarrados, como ya recordé, no son para discípulos de los Justos. Si no procedemos a un cambio de la actitud religiosa en consonancia con estas certezas amargas pero poderosísimas, vendrá al final el Mesías y no encontrará a nadie a quien redimir y liberar.
Alejemos, pues, el cielo y la falsa anticipación de él que han creído siempre los jasidim tener en su éxtasis, sus danzas, su música celebrando la Menujá del Sábado. Como dirá Levinas un siglo después, las verdaderas necesidades importantes son justamente aquellas que no se pueden satisfacer y respecto de las cuales, por tanto, sería el peor de los errores admitir que ya las tenemos satisfechas. Sólo está libre de ilusiones, por ejemplo, la Serpiente una vez condenada por Dios. Al verdadero jasid lo reconoció rab Menajem en un discípulo que había experimentado la cercanía de la muerte. El maestro le preguntó si había reprimido en aquel momento decisivo el deseo de recitar la oración, como si la relación con Dios se pudiera sustituir por alguna magia de eficacia segura. El discípulo contestó que había logrado acallar el Shemá que iba a salir de sus labios.
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Comenzó su actividad pública en torno a 1735, cerca de la ciudad llamada hoy en ucraniano Lviv; murió en mayo de 1760. ↩︎
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Cf. Buber M., Die Erzählungen der Chassidim; tr. esp. Cuentos jasídicos, Buenos Aires, Paidós, 1983, 2 vols, 388. ↩︎
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Cf. Scholem G., Las grandes tendencias de la mística judía, Siruela, Madrid, 2003 (1996, orig. inglés) . ↩︎
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En una historia posterior a la muerte del Besht, Dios viene a ser como el pobre niño que se esconde para hacer que los otros niños logren jugar, pero nadie lo observa y nadie, pues, lo busca. En otra historia, ya más desesperada y más tardía, Dios y el piadoso se parecen a viajeros que, llegados al mismo tiempo a una ciudad, la recorren sin mapas, sin acogida, cerca uno del otro y sin acompañarse en realidad; y no saben a dónde van ni nadie les habla. Cf. Wiesel 1996, 85 y 79. ↩︎
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Buber Cuentos jasídicos, 137ss. ↩︎
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Levinas, que sí conoce y comenta esta tradición desesperada, renunciaba a una esperanza propiamente escatológica, quizá sobre todo en el sentido de que más vale no hablar de ella y concentrarse en la fecundidad milagrosa de la vida y la paternidad aquí y ahora, de acuerdo con el viejo precepto. ↩︎
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Aún hoy, rabinos directamente influidos por el jasidismo explican la reconstrucción profético-escatológica del Templo en términos de la realización del amor universal. ↩︎
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Kierkegaard no dirá otra cosa respecto del aún-no-amor humano que llamamos amor. ↩︎
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Cf. Wiesel Contra la melancolía; traducido por M. García-Baró, Madrid, Caparrós, 1996, 92 ss. ↩︎
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Cf. ivi, 104. No dice cosa diferente, por cierto, la actual teoría de los sentimientos profundos que sostiene Michel Henry, y quizá sea ésta la clave de muchos pasajes inolvidables de Dostoievsky. ↩︎
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Dios es el Silencio mismo, dice luego, como un eco contemporáneo, André Neher. ↩︎