Inutilidad de la metafísica. Una fenomenología de lo inútil

Al filósofo se le pide que rinda cuentas de la validez de su investigación; de hecho, con frecuencia, recae sobre él la carga de la prueba que justifique una dedicación que, por incomprendida, suscita desconfianza y, a veces, hasta mofa. Es conocido, en este sentido, el relato de Platón que, en el Téeteto, refiere cómo el primero de los filósofos griegos, Tales de Mileto, recibió la burla de una criada tracia, cuando, «por mirar al cielo, para estudiar los astros», cayó en un pozo, porque «no advirtió lo que tenía a sus pies».1 El desprecio a la filosofía está presente, además, en la sátira de Aristófanes, Las nubes, en donde Sócrates y los discípulos de su escuela son descritos como «charlatanes, pálidos y descalzos» que andan en las nubes, como el alma que, alejada de este mundo y suspendida en el aire, contempla el sol.2 En una época más reciente, Sören Kierkegaard comparó, en un famoso apólogo, la tarea del filósofo con la del payaso de un circo que, preparado para salir a escena, tenía que solicitar con urgencia la ayuda de los vecinos de un pueblo para extinguir el incendio que amenazaba con arrasar sus casas: nadie creyó su mensaje, antes bien todos reían con sus palabras y con el dramatismo de sus expresiones, mientras que el fuego, avanzando, consumió sus hogares.3 Serían incontables los testimonios culturales que ponen en guardia frente a la tarea filosófica, que, en cualquier caso, parece estéril e inútil.

Pero no solo los enemigos de la filosofía ponen en guardia frente a su inutilidad, los propios filósofos han hablado, a lo largo de la historia, de este aspecto que ligan a la naturaleza misma del pensamiento sobre el ser. Así, Aristóteles declara en su Metafísica que el cultivo de la filosofía primera no sirve para nada.4 ¿Cómo entender esta sentencia del Estagirita? ¿Quiere decir entonces que la filosofía es inútil?

La palabra «inútil» es definida por el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua con cuatro acepciones fundamentales: se dice inútil de lo que no trae o produce comodidad, interés, provecho o fruto. Estos cuatro significados guiarán el itinerario de este discurso en el que se tratará de dar a luz una cierta fenomenología de la inutilidad.

1. Comodidad

¿Es la filosofía cómoda? ¿Procura la comodidad al que la practica? Desde luego, a simple vista, parece que el ejercicio de la filosofía no trae comodidad al que lo ejercita, sino que, al contrario, comporta un trabajo – no falto de algunas dificultades – que exige el esfuerzo del que lo practica. No obstante, es posible establecer una diferenciación, en el campo semántico, entre la raíz de la palabra filosofía y la de metafísica. En el pasaje (laborioso) de la una a la otra, es posible formular la incomodidad de la investigación filosófica del ser. La primera objeción a la utilidad de la metafísica procede entonces del carácter problemático de su objeto – el ser en cuanto ser –: «envueltos como estamos en el progreso de las ciencias, nos encontramos, sin embargo, más desorientados que en cualquier tiempo pasado con relación al objeto único, oscuro y tremendo de la filosofía»,5 que sume en la absoluta incomodidad, en la búsqueda grave y precaria.

1.1 La paradoja: filosofía y metafísica

Y es que, el amor a la sabiduría que describe la palabra «filosofía» implica un cierto sosiego –etimológicamente, la comodidad de un descanso amigable. Así entendida la filosofía es el descanso amistoso en la casa de la sabiduría, en la que «ella misma prepara la mesa» (Pr 9,2).

Una de las imágenes más cumplidas de esta noción «cómoda» de la filosofía es quizá el «Jardín» de Epicuro. En él, es sobradamente conocido cómo el filósofo de Samos vivía la filosofía junto a sus discípulos, aislados ellos de la vida política y de la sociedad, practicando la amistad y la vida estética y el conocimiento. No sólo su principio es sosegado, también el fin de la filosofía trae consigo el descanso o la serenidad que pone paz a la dialéctica o que incluso aporta un equilibrio en la dramática existencial (ataraxia). La felicidad, entendida como completa ausencia de pena, tanto corporal como espiritual, es disfrutada de un modo absoluto únicamente por los dioses; aunque aporta al ser humano la sensatez, fuente de las demás virtudes:

El principio para lograr todo esto y el bien más grande es la sensatez. Por lo cual, bien más preciado que el mismo amor a la verdad resulta la sensatez, de la que se derivan todas las demás virtudes, porque enseña que no es posible vivir gozosamente sin hacerlo sensata y hermosamente y de forma justa sin hacerlo gozosamente. Pues las virtudes están unidas por principio al hecho de vivir gozosamente, y el hecho de vivir gozosamente es inseparable de ellas.6

De ahí que ni siquiera la muerte puede convertirse en contrapeso de la vida gozosa, dado que «ella nada tiene que ver ni con los vivos, ni con los muertos, justamente porque con aquellos nada tiene que ver y éstos ya no existen».7

Paradójicamente, es evidente que la metafísica no es cómoda. La universalidad del saber aristotélico – por naturaleza – «todos los hombres tienen naturalmente el deseo de ver con claridad»;8 choca con la realidad de una ciencia que carece incluso de la unanimidad acerca de su objeto propio. En su obra Ontologie oder Metaphysik, Albert Zimmermann reconoce el carácter problemático del subiectum de la metafísica: ¿es lo ontológico y lo teológico? ¿Es únicamente lo teológico? ¿Es sólo lo ontológico? Todas las posibles soluciones a este interrogante tuvieron cierta fortuna en el medievo, de manera que la metafísica fue definida o como teología, o bien como ontología o, formalmente como ontología.9

En esa disparidad objetiva, queda palpable la complejidad de esta ciencia, que ya quedaba insinuada en la preposición meta que abre su nombre. El prefijo es una función enérgica que, en cuanto tal, señala un movimiento activo de desplazamiento en el que está descrito un programa.10 En dicho itinerario, se pueden incluso distinguir los momentos de ese desplazamiento arduo (y constante), de manera que, alterando (con Aristóteles) la orientación de la mirada – para ver con claridad –, es posible alcanzar, evitando todo prejuicio, la elaboración de un nuevo discurso.11 La preposición «meta» involucra así a la metafísica en una cierta impaciencia ante la falta de estabilidad de las cosas: esta preposición lleva en sí un punto interrogativo que inquieta la aparente autosuficiencia de los sentidos e insinúa un principio que escapa a la vista y que es más fundamental que las fundamentaciones.12 Si el orden admirable del cosmos había provocado la maravilla con la que se inaugura el pensamiento metafísico, la posterior toma de conciencia de la inestabilidad de la regularidad original inquieta al pensamiento y lo embarca meta-físicamente en la búsqueda del fundamento absolutamente estable del mundo, de la verdad.13 Así queda palpable un punto determinante: la experiencia metafísica únicamente trasciende la naturaleza al atravesarla existencialmente de paso a paso. El prefijo meta es entonces la indicación de un necesario pasaje en el que se atraviesa completa la naturaleza (phúsis),14 ya que, incluso para el hombre espiritual, la experiencia existencial es próximo a la tierra y a la sensibilidad.15

El metafísico no es entonces un hombre sosegado, sino algo así como un rastreador del fundamento, que necesita atravesar con trabajo, de parte a parte, la naturaleza. La búsqueda de la arjé griega, que llevan a cabo los conocidos como filósofos físicos, culmina, en el pensamiento de la escuela elática, con el postulado del ser, verdadero principio de la realidad que impregna toda la realidad y la domina sin cesar. Desde Parménides, el ser no es un elemento más de la serie de la que es principio, como lo eran el agua o el apeiron, sino la procedencia de todo – aquello que se identifica como origen –, que no es jamás abandonada tras el momento de la partida.16 Por eso, el metafísico no permanece místicamente callado, sino que atraviesa la phúsis, porque se ha dejado atravesar por el pathos, ya que el asombro «es el estado de ánimo desde el cual los filósofos griegos accedieron a la correspondencia del ser con el ente» (En Panta).17

1.2 El «ser» es incómodo

En el frontispicio de la primera de las Metaphysicae Disputationes, Francisco de Suárez analiza el objeto de la metafísica e introduce un sentido del «ente en cuanto ente» que, asumiendo la tradición escolástica bajo el expediente formal de un comentario no a la obra aristotélica, sino a las cosas mismas de las que se ocupa el conocimiento metafísico, da paso, sin embargo, a la concepción ontológica del racionalismo europeo. En efecto, interpreta Suárez que el objeto de la metafísica es el ente más abstracto. A lo largo de su obra esta máxima abstracción se va desplegando por medio de la identificación del ser con la esencia, dado que para él los seres actuales son simplemente esencias plenamente actualizadas, de modo que la existencia es concebida como una cosa: para que pueda existir una cosa, la existencia requiere otra cosa, además de lo que es. Suárez quisiera saber quid existentia sit, como si, de nuevo, ésta fuera una cosa. Al identificar el ser con su esencia, no podría hallar en él un es que, si es, no fuera una esencia (ni una cosa). No es extraño que René Descartes, como alumno de los jesuitas que había estudiado la metafísica de Suárez, al enfrentarse con el problema del ser negase de plano su distinción de la esencia: entre ellos, afirma Descartes, no hay sino una distinción de razón, de forma que lo que es verdad para la existencia sigue siendo válido para todos los universales.18

La incomodidad de la metafísica está presente antes de nada en el carácter complejo de su objeto. Étienne Gilson, en su obra El Tomismo, llama ontología existencial a la doctrina de santo Tomás de Aquino y, en general, a las que no identifican la noción de sustancia con la de ser. En ellas, el ser se comporta como un acto incluso respecto de la forma, es decir, es subrayado el primado radical de la existencia sobre la esencia.19 La sustancia para santo Tomás es lo que existe y es id quod est en virtud de su forma, que es el acto último en el orden de la sustancialidad – puesto que no hay forma de la forma –. Pero la gran intuición tomista consiste en desligar la traba aristotélica por la que todos los actos son formas. Aunque, de hecho, todas las formas son actos, para santo Tomás, no todos los actos son formas. De este modo, la existencia que un ente debe a su propio ser (acto de ser) es radicalmente distinta de lo que, en la ousía, le hace ser lo que es (tal cosa). Y así, cada individuo que existe actualmente es, qua existente, una cosa distinta de la propia esencia, puesto que los seres individuales son seres a causa de su propio ser: dentro de la misma especie, cuya quididad es común para todos los miembros de la especie, cada individuo es distinto de su quididad.

Esencia y ser no describen dos momentos diferentes del único compuesto, sino que se refieren a dos órdenes diferentes de composición: la existencia llega a la sustancia en y a través de la forma, de ahí que, para convertirse en entes, las formas tengan que recibir el ser. Tal recepción del ser requiere que la forma esté necesariamente en potencia para él. El ser es el acto de la forma, no qua forma, sino qua ente. En fin, el ser es el acto supremo de todo lo que es.20 Si para Aristóteles la forma, absolutamente estable y pacífica, era el acto decisivo de la ontología, para santo Tomás, el ser, inquieto, es su verdadero punto de llegada.

1.3 El carácter inaprensible del ser

La metafísica de santo Tomás de Aquino pone en guardia frente al error (radical y decisivo) de quienes consideran el ser como una esencia, incapaces de pensar cualquier cosa de una manera distinta a las esencias. Puesto que toda esencia es concepto y definición, sin la disociación tomista entre forma y acto, el ser quedaría reducido a una forma lógica, perfectamente vacío. Pero, puesto que el acto de ser es un acto que no es formal, el ser escapa a la representación conceptual en virtud de su misma trascendencia, es decir, no hay esencia abstracta del ser, porque no hay concepto de ser como tal – en cuanto opuesto a la esencia –. Y por ello. el ser no puede desempeñar el papel de un predicado, dado que no es un término en una proposición. El concepto, aunque exprese una esencia, no podrá nunca usarse como expresión del ente correspondiente, ya que hay en el objeto de todo concepto algo que escapa de su esencia y la trasciende. Es decir, el objeto actual de un concepto contiene siempre más que su definición abstracta, a saber: su acto de ser, que trasciende la esencia (y su representación). De ahí que el fin del conocimiento no pueda ser el concepto del intelecto, como si la esencia fuera el todo de la realidad y de su inteligibilidad. La esencia, abstraída del ente, reclama siempre ser reintegrada en él mediante el juicio, dado que juzgar es decir que lo que un concepto expresa es realmente un juicio o la determinación particular de cierto ente. Mientras que la esencia es referida por el conocimiento abstracto, el juicio mira al ser, por lo que la verdad del conocimiento se apoya en última instancia en el hecho de que su objeto es, más que en el conocimiento abstracto de lo que la cosa sea.21

Es asombrosa la tendencia del conocimiento humano para esterilizar los entes y reducirlos a conceptos abstractos. Antonio Rosmini constata cómo esta anulación trae consigo la confusión del concepto con la realidad, esto es, la absorción de todas las cosas en la ciencia y en el pensamiento que la produce. Cuando los entes conservan su relación con las ideas, son iluminados por éstas, se hacen cognoscibles. Si la cosa se distancia de la idea mediante la abstracción constante, súbitamente se convierte en un enigma. La filosofía alemana, analiza Rosmini, ha considerado lo real dividido totalmente de la idea, de manera que lo real ha devenido imposible. Lo real, dividido de la idea es desconocido, pero la forma secundaria, que es la idea, no posee en sí lo real, no lo hace surgir, ni lo puede absorber en sí. El ser existe con la idea, no en la idea, como si fuera un momento de ésta. La idea no puede estar sin lo real.22 Los conceptos hacen posible la comunicación, por cuanto son capaces de ofrecer una visión neutra de la realidad, pero, al mismo tiempo, son palabras indicativas, universalizantes, carentes de dinamismo (y de vida), que fijan la realidad en el instante, pero carecen de esa vida que se resiste a ser atrapada en una sistematización racional.23

Descartes, confiesa Michel Henry, ha desarrollado un proyecto que coincide con el de la metafísica, por cuanto ha alcanzado el prius indispensable a partir de la cual es posible la proposición del ser: este comienzo es el aparecer, que Descartes denomina «pensamiento». «Nosotros somos en razón solo de lo que pensamos».24 De esta manera, antes de que comparezca en el mundo cada cosa, antes de que la visibilidad del mundo otorgue la forma y el relieve a cada ente, se encuentra el «aparecer» en cuanto tal, que constituye lo inicial del comienzo en el sentido más original, en tanto aparece él mismo y en sí mismo: así es idéntico al ser y lo funda. Este descubrimiento hunde sus raíces en la reducción cartesiana del cogito, que establece la diferencia entre el aparecer y lo que en él aparece en calidad de esta cosa o aquella otra. Según Henry, el yo pienso cartesiano no debe entenderse entonces como conciencia de algo (no quiere decir yo-pienso-que), antes bien, significa vida, al designar aquella apariencia primitiva idéntica a sí misma.25 El cogito recibe su formulación más cumplida en la expresión: at certe videre videor, al menos me parece que veo.26 Tras la duda, queda invalidada toda referencia al mundo exterior, por cuanto no se puede estar seguro de si lo que se ve o se siente (pienso-que) será mera ilusión o engaño. Descartes pone entre paréntesis no solo los objetos del mundo de afuera, sino además el ámbito de manifestación en el que aparecen, a saber, el horizonte del mundo. La reducción se lleva a cabo entonces sobre la condición de posibilidad del videre y de todo ver en general, reduciendo incluso la luminosidad bajo la cual toda cosa adviene al campo de lo visible. Una vez dejado de lado este ek-stasis, la fenomenicidad del mundo, el videre y el horizonte mundano en el que aparece, lo que queda es el videor, es decir la apariencia primitiva, la capacidad originaria de aparecer y de darse, en virtud de la cual la visión se manifiesta y se da originariamente.

Por tanto, Descartes descifra en el sentir la esencia original del aparecer expresado en el videor e interpretado como el último fundamento. En calidad de sentir, el pensamiento se va a desplegar invenciblemente con el fulgor de una manifestación que se exhibe a sí misma en lo que es, y en la cual la epojé reconoce el comienzo radical que buscaba.27

El videre, tras la epojé, se revela impotente para constituir su momento fundante, es decir, su efectividad fenomenológica es la exterioridad, por lo que su aparecer es siempre aparecer de lo otro, pero nunca auto-aparecer de sí. La apariencia que atraviesa el videor es absolutamente diversa de la que recorre el videre, hasta el punto que este último se funda en aquel, porque el videre solo es posible en sí mismo como videre videor.28

2. Provecho

El propio término metafísica suena ya hoy, no solo a los oídos del hombre común, quizá también a los del propio filósofo, como algo alejado de los problemas de la vida, a lo sumo como un refinado saber arqueológico, difícilmente comprensible. Una mirada a los orígenes griegos de aquella filosofía primera permite considerar cómo, en palabras del Estagirita, la metafísica es inútil, ante todo porque es incapaz de reportar provecho y, lo que no es provechoso no sirve para nada. La metafísica no sirve porque no se pone al servicio de otros fines, antes bien, en ella se cumple la prioridad de las ciencias teoréticas, aquellas que representaban un bien en sí mismas. El cultivo de la metafísica es el bien en sí mismo y, de esta forma, no persigue bienes exteriores a éste.

La segunda objeción a la utilidad de la metafísica procede del mundo del hombre consagrado a la actividad práctica. De entrada, no parece una refutación teórica, ni siquiera dotada propiamente de dificultades conceptuales: reflexionar acerca de la razón última y del sentido de la realidad en su conjunto, puede ser apasionante, pero no es provechoso; todavía más, podría incluso convertirse en un impedimento para ocuparse de lo que interesa a la vida cotidiana y entonces ser declarado perjudicial.

2.1 Underground

La metafísica no sirve, de hecho, para nada, es más, no debe ni puede servir absolutamente para nada, de ahí el contraste de este reconocimiento con el entramado de intereses que guía el progreso del mundo. En el análisis que Michel Henry lleva a cabo en Barbarie, los procesos de desarrollo del mundo se encuentran intrínsecamente vinculados a la técnica. La técnica, según Henry, es la naturaleza sin el hombre, abstracta, reducida a sí misma y entregada a sí, exaltándose y revelando constantemente su autodesarrollo. Todas las virtualidades que le son propias deben ser actualizadas, por lo que ellas son, por el amor de sí mismas, para que se haga todo lo que pueda ser hecho, esto es, todo lo que la naturaleza puede llegar a ser. La técnica, concluye el autor, es la alquimia, el auto-cumplimiento de la naturaleza que sustituye al hombre. Es ésta la barbarie de la época actual – en lugar de la cultura – que pone fuera de juego la vida, no solo la barbarie más extrema e inhumana, sino, en definitiva, la locura.29

No es extraño entonces que la noción de provecho refiera de manera exclusiva el progreso de la técnica. Así, la idea de un progreso estético, intelectual, espiritual o moral, con sede en su vida y su cultura, parece no tener ya vigencia. El progreso técnico que tradicionalmente era comprendido como el efecto de un descubrimiento teórico genial, realizado por un individuo excepcional, ha cambiado totalmente su naturaleza, hasta el punto de proliferar hoy, auto-produciéndose, como si de un cáncer se tratase, perfectamente indiferente a lo que no es él. Exterior, por tanto, a la vida y al hombre mismo, la técnica se ha convertido en una trascendencia absoluta, sin razón ni luz, sin rostro ni mirada, una trascendencia negra.30 La Modernidad está sellada de una manera crucial por este acontecimiento del pasaje técnico del reino de lo humano – la techné revestida de praxis individual espontánea, la efectuación de los poderes del cuerpo subjetivo –31 a lo inhumano; la acción objetiva que se produce en el mundo: las fábricas, los embalses, las centrales, la superficie de la Tierra, parecida a un subsuelo físico-matemático de torbellinos y átomos, en una agitación inmemorial y frenética, sin origen, sin causa, sin meta.32 De todo ello, concluye Michel Henry, que el viraje ontológico que inaugura los Tiempos Modernos es la impronta económica de la producción, esto es, la revolución moderna ha comenzado cuando de lo que se trata es de producir dinero, en lugar de bienes útiles para la vida.33

¿Cuál es entonces el lugar de la metafísica, absolutamente falta de provecho en un mundo atravesado, de palmo a palmo, por las categorías de rendimiento, practicidad, aprovechabilidad, eficiencia? Quizá la preconización hernyana del fin de la cultura como realidad undergroud sirva además para la metafísica.34 Esa posición se sitúa más allá de los dominios del ídolo y como una denuncia permanente de la idolatría que trata de fijar lo divino distante y difuso, garantizando su presencia, su poder y disponibilidad. Jean-Luc Marion denomina «idolatría» a la sumisión del dios a las condiciones humanas de la experiencia de lo divino, es decir, a la precedencia de la experiencia humana de lo divino (sobre el rostro divino mismo).35 Michel Henry, en su monumental lectura sobre Marx, vincula ese proceso, calcadas las líneas, a la crítica de la «ideología». El otro ha sido convertido en un objeto consciente de representación, del que se puede decir «mi objeto», puede representarse como tal y rendir vasallaje al que reconoce entonces conscientemente como su amo. Así, «todo hombre a su alcance es al mismo tiempo su objeto y, en tanto que objeto, su propiedad»,36 su criatura, que puede ser digerida y reabsorbida en él. Cada yo considera entonces al otro, no como un propietario, sino como su propiedad; no como un yo, sino como un para-él, como si le perteneciera, enajenado de sí mismo.

2.2 De la representación al icono

El progreso técnico, privado de cualquier referencia cultural, encamina, según se ha apuntado, a un estado de vasallaje, fundado éste en la representación del mundo (geometrizado), que ha perdido sus principios afectivos. El pensamiento, subsumido en la voluntad de poder se ha establecido de un modo idolátrico, bajo el dominio (próximo) de las categorías productivas y de consumo.

Nuestra época goza del instante presente y, así, busca la satisfacción inmediata de sus deseos más variados. Actuando de esta manera, se oculta ante su mirada la importancia del tiempo, de la paciencia, del esfuerzo… vive el impacto del presente, encadenándose a los bienes que puede conseguir inmediatamente gracias al gran poder de sus ciencias y de sus técnicas… Una época que reduce la realidad a aquello de lo que puede disponer inmediatamente o que la encierra en los límites de sus sueños se vacía de sus energías interiores y de sus esperanzas… Pretendemos «objetivo» el resultado de nuestras operaciones de abstracción, pero no encontramos más que una imagen de nuestras voluntades de poder desenfrenadas.37

Ante la situación contemporánea de la imagen – usurpadora de toda realidad al erigirse como norma de toda cosa posible –, aparece la iconoclasia como una respuesta «conceptualmente simple y espiritualmente santa». Si la imagen pretende imponer su dominio despótico en el mundo, absorbiendo en sí la realidad y estableciéndose como norma, ningún rostro debe hacerse ver. Ver a Dios es, no solo algo imposible, sino además un acto blasfemo. La iconoclasia no es, sin embargo, una respuesta a la creciente tiranía de la imagen, sino que, al contrario, implica una completa adhesión a ella, ya que, valida la imagen, norma de toda cosa, de la que abstrae únicamente el rostro de Dios. La respuesta a la imposición avasalladora de la imagen procede, según Jean-Luc Marion, del icono en donde se da el cruce decisivo de lo visible. «Ante el icono, sino el que ve, me siento visto (debo sentirme así para que se trate efectivamente de un icono). Así, la imagen ya no sirve de pantalla (o como un espejo, en el caso del ídolo), puesto que a través de ella y bajo sus rasgos, otra mirada – invisible, como todas las miradas – me encara… El original interviene… como una pura mirada cruzando una mirada».38

Este camino icónico queda entonces delineado en la afirmación (dogmática) del Concilio de Nicea II: «en la medida en que Cristo, la Virgen, los santos, son mirados a menudo a través de su marca icónica, en la misma medida aquellos que los contemplan se dejan llevar hacia el recuerdo de sus prototipos, a desearlos y, besándolos, a rendirles una veneración respetuosa, mas no una adoración verdadera, que únicamente conviene a la naturaleza divina».39 Ante el icono no cabe la adoración, pero hay que venerar – remontar con la mirada – a través de la imagen visible y exponerse a la invisible contra-mirada del prototipo. El icono no se da a ver, sino a venerar, permitiendo de ese modo ser visto por su prototipo. El icono, al fin, debe ser atravesado, mediante la veneración de una mirada que responde a una primera mirada.40

La disposición inicial que da origen a la metafísica queda expuesta en la contemplación. Contemplar significa acoger la mirada del ser, que se da, a la manera de un don, puesto que es el otro quien mira primero y plasma su rostro, como Cristo desfigurado en el velo de la Verónica, que no enjuga un rostro visible, sino la kénosis de toda la figura, en la que aparece la huella de lo invisible que encara al hombre.41 De ahí que la contemplación esté atravesada por el deseo de que la realidad se muestre en su verdad.

2.3 Libertad

La metafísica aparece entonces bajo el resplandor de la libertad. «Sólo la filosofía es libre».42 Libre, en el contexto de la afirmación aristotélica, significa no-práctico, esto es, desprovisto de todo vasallaje – y de todo avasallamiento.

La metafísica goza de libertad porque tiene sentido en sí misma, no se legitima por su aptitud para servir a un fin exterior a ella misma, no sirviendo a nada, no es sierva. El icono reclama interlocutores libres para encararlos, mientras que los ídolos se satisfacen al colmar una mirada obsesionada por su propio espectáculo.43 El ídolo se pone al servicio de una gloria visible de la que se apropia, en tanto que el icono se cumple en la paradoja de una santidad invisible a la que renuncia, superando así la iconoclasia metafísica contemporánea.44

San Agustín distinguió entre usar (uti) y gozar (frui). Por «usar» entiende el obispo de Hipona tomar algo como medio para alcanzar las cosas por las que se goza. Gozar significa, sin embargo, afirmar una cosa en sí y por sí y alegrarse de ella.45 La metafísica versa sobre el gozo, theoria id est contemplatio, esto es, acerca de la mirada amorosa, que envuelve al amado sosegadamente (philein). J.-H. Newman sostiene que el saber es libre, de forma especial, cuando es saber filosófico.46

3. Fruto

Martin Heidegger, en su conocida conferencia ¿Qué es metafísica?, afirma con determinación que la nada es el único objeto de la metafísica. La nada, que provoca el vértigo del pensar, no se pierde en el vacío de la negación de todo ente, sino que aquello que nunca fue ente se muestra como algo distinto de los entes, a eso se le otorga el nombre de ser. No obstante, la investigación nunca encuentra el ser, transite por donde transite, sino, como mucho, la clarificación de los entes, de ahí que el ser no sea un producto del pensar, sino, más bien al contrario, el pensar es esencialmente un acontecimiento del ser. Por ello, solo el pensar esencial, en lugar de calcular con el ente y en el ente, puede prodigarse en el ser, respondiendo a su indigencia.

La tercera objeción a la utilidad de la metafísica, conectada con la anterior, se despliega, sin embargo, no tanto en el horizonte de la técnica y de la práctica, sino, de un modo teórico, a partir de la noción de metamorfosis. El argumento, en este punto desplegado en tres momentos, atraviesa las vías de la analogía dionisiana. Así, de un modo afirmativo, será descrita, con el auxilio de Edmund Husserl, la concepción de la realidad (more geometrico) que subyuga toda iniciativa cultural bajo el método exitoso de las ciencias experimentales, afirmando en la metamorfosis una desenfrenada voluntad de poderío. En segundo lugar, frente a ello, como negación de lo primero, H.U. von Balthasar propone una mirada al estupor que permite el encuentro (fascinante) con la verdad – en su doble tradición griega y judía – que se desvela y contiene una promesa de fidelidad. Y, en tercer lugar, se presentará la resurrección cristiana como perspectiva metafísica en la que recuperar, la noción de metamorfosis (desplazando su centro nietzscheano) y plantear el carácter fructuoso de la metafísica.

3.1 Vía positiva

More geometrico: prosperity y crisis de las ciencias europeas

Siguiendo la estela de Martin Heidegger, se podría entonces afirmar que el pensar exacto solo se compromete con el ente en materia de cálculo, dado que ésta es su única finalidad. Afirma Heidegger que el cálculo no admite más que lo contable: las cosas valen en su aspecto contable. Lo contado asegura la continuación de la cuenta, que es una progresiva y continua consumición de números. El cálculo, por ello, utiliza todos los entes como contables y agota lo contado en el contar. El número es capaz de aumentar infinitamente, tanto en lo más como en lo menos, de ahí que la esencia constitutiva del cálculo se pueda escudar en sus productos y tomar prestado a la razón calculadora el brillo de la productividad, ofreciéndolo por adelantado, sin atender a los resultados de esta consideración del fruto solo en sentido consumista y mercantil.

La ciencia moderna, afirmando la civilización tecnológica, pretende tomar posesión del universo, para exorcizarlo de todos los espíritus que los tiempos antiguos vislumbraban en él y, una vez libre de todo misterio y de toda huella de finalidad, poder manipularlo, sometiéndolo a una metamorfosis. En este sentido, la ciencia ha perdido su horizonte teorético y contemplativo – y, en cierto modo, el realismo – y ha reducido cada cosa a su representación.47 Escribe Josef Pieper que la diferencia entre las ciencias particulares y la filosofía radica en el silencio. Mientras que la metafísica calla en su contemplación, la ciencia no guarda silencio, sino que pregunta. De hecho, por este preguntar (y solo por él) se constituye como tal ciencia particular. Su método es el del interrogatorio penoso, el tormento por el que se arranca una respuesta a la naturaleza: es preciso interrogar al «objeto», esto es, al mundo.48 Frente a la verdad lógica y deductiva de la época medieval, que impide toda búsqueda y que el Novum Organum caracterizaba estéril e inútil, la moderna precisión permite a la investigación cumplir su misión. Con Heidegger se puede afirmar que «la esencia de lo que hoy se conoce como ciencia es la investigación».49 La realidad ha sido desustancializada por la Modernidad hasta el punto de habérsele privado de un fundamento estable: la sustancia no es una cosa, sino una relación cuantitativa. A partir de la época moderna, la filosofía misma ha desarrollado, de un modo ciertamente originario, la tensión racional hacia el «uno».

En pleno desarrollo de las ciencias, una cierta forma de razón se ha ido imponiendo de un modo exclusivo, inspirado en el modelo matemático. Ya en las Méditations de philosophie première de Descartes, ya en la Éthique de Spinoza se halla presente, como modo concreto de exposición de la vía filosófica que se disponen a recorrer, la expresión more geométrico.50

Edmund Husserl se refiere a esta situación desde la perspectiva de la «crisis»,51 por ello, es preciso abordar el carácter problemático de las ciencias experimentales, cuyo método y cuya tarea se han vuelto cuestionables.52 Las ciencias europeas, aquellas de marcado carácter positivo, pero también la psicología, las ciencias del espíritu y la misma filosofía se encuentran afectadas por una crisis que lo es, precisamente por eso, de las ciencias en general. Pero, ¿cómo es posible hablar de crisis de las ciencias a la vista de sus éxitos constantes?53 «A partir de la segunda mitad del siglo XIX – escribe Husserl – la total visión del mundo de los seres humanos modernos se deja determinar y cegar por las ciencias positivas y por la prosperity de que son deudores».54

Toda esta situación trae consigo una consecuencia antropológica inmediata: meras ciencias de hechos forjan meros seres humanos de hechos, que han sofocado, no sin una alta dosis de indiferencia las preguntas decisivas para una auténtica humanidad.55 La indigencia vital del ser humano no halla respuesta satisfactoria alguna en aquellas ciencias positivas que nada tienen que decir en este sentido y que abocan al drama de una interrogación: «¿puede el hombre tranquilizarse con "eso" y vivir en este mundo, cuyo acontecer histórico no es otra cosa que una interminable cadena de impulsos ilusorios y amargos desengaños?».56

La crisis de la ciencia implica, a la luz de esta cuestión, la decapitación de la filosofía, por la que han sido silenciadas las «preguntas metafísicas», todas esas que sobrepasan el mundo como universo de las meras cosas. Si el ideal de una filosofía universal (philosophia perennis) y de un método pertinente produce el comienzo, como fundación originaria de la Modernidad filosófica y de su desarrollo; la disolución interna de este ideal trae consigo nuevas configuraciones radicales que afectan, no tanto a lo científico específico y palpable en los éxitos teóricos y prácticos de cada ciencia, sino que fundamentalmente conmueve su entero sentido de verdad.57

La crisis, y estas palabras de Husserl se repiten persistentemente hoy, es, ante todo crisis de confianza (o lo que es lo mismo, crisis motivada por el escepticismo). Se ha perdido la fe en la posibilidad de una metafísica, al no ser ya viable una filosofía universal, esto trae como consecuencia el desmoronamiento de la razón (como episteme que se opone a doxa), y, a continuación, el de la razón universal (logos) a partir de la cual el mundo, la historia y la humanidad adquieren su sentido.58 De esta forma, la crisis de la filosofía significa la crisis de todas las ciencias modernas como miembros de la universalidad filosófica, la crisis de la humanidad occidental misma.

3.2 Vía negativa. Estupor, êmet y aletheia

La situación descrita por Edmund Husserl representa el punto de llegada de una civilización que ha terminado por situar su atención y centrar sus análisis aquello que puede definirse como la «falacia de la centralidad del yo» y que, en un cierto sentido, significa la reducción del conocimiento de la realidad a la medida de las facultades humanas.59 De este modo, se ha puesto en marcha un saber que se dispone al servicio del interés del hombre, dominado por las ansias de control, capaces de anular la apertura a la realidad en la que consiste propiamente la experiencia del estupor, de la maravilla, con la cual Aristóteles inaugura toda filosofía. Para volver a alcanzar una tonalidad emotiva fundamental en el ejercicio de la filosofía, es preciso, a juicio de Martin Heidegger, recuperar el estado de estupor, en el cual el hombre no puede entrar ni salir. Este rescate de la maravilla pasa por el reconocimiento de la deserción que del mismo ha llevado a cabo la cultura moderna.60 El tema del estupor introduce una dimensión decisiva en la metafísica que supone una metamorfosis del paradigma por la que se recuperan las dimensiones pre-conceptuales de la verdad, aquellas que son expresión, no tanto de su esencia, cuanto de la existencia misma de la verdad, de su propio acto de ser. La elemental sorpresa, ese asombro genuino del pensador, aumenta constantemente en el curso de su investigación, ese asombro cada vez más reverente, maravillado del milagro que hay en el objeto de su conocimiento y en su conocimiento mismo, se aparta cada vez más de la duda escolar, abstracta e infructífera con la que se abre el método moderno de la ciencia.61

En este sentido, Hans Urs von Balthasar ha señalado que las tradiciones judeocristiana y griega han sellado esta maravillosa metamorfosis al dotar la verdad de sus dimensiones de êmet y aletheia. La verdad es antes que nada fidelidad, constancia, fiabilidad. Es lo que expresa el término êmet: donde se dan éstas, uno puede confiarse, entregarse. Así, la verdad tiene un efecto doble: por una parte, como êmet, la verdad remata, al poner término a la certidumbre y la infinitud de la búsqueda; y, por otra parte, de la verdad brotan miles de consecuencias y conocimientos nuevos, de manera que la evidencia lograda implica de modo inmediato la promesa de una verdad más amplia. La verdad de este modo, es apertura permanente que jamás encierra con restricciones al que conoce, por lo que supone una permanente transformación en el horizonte del dinamismo hacia una verdad siempre más amplia. Por otro lado, la verdad es aletheia, es decir, algo oculto, que comienza a manifestarse, desvelándose, algo que en parte se revela y en parte se esconde y que, por ello, puede erigirse en la fuente de la esencial condición intelectual y emotiva del estupor. La maravilla introduce al hombre en un régimen de verdad «a media luz», en el que la verdad se descubre, pero no puede ser agotada por las representaciones del ser humano, sino que permanece siempre ante el hombre. De ahí que éste, no pueda sino acoger (como el que escucha) con actitud respetuosa una verdad que se entrega y con perseverancia lo que «no se sabe».62 El pensamiento no es sólo un producto, un artefacto de la razón, sino, sobre todo, una escucha, una respuesta.

3.3 Vía eminente. ¿Metamorfosis nietzscheana?

Noción paulina de resurrección

El método moderno de la ciencia, colocándose a modo de filtro, había perdido de vista la provocación de la realidad; para obrar la metamorfosis del mundo, había abandonado la realidad en aras de la representación que nace de la voluntad de poder. Sólo el estupor podría hacer al hombre recuperar la realidad, no ya la quimera o la fantasía, sino aquella que – como escribe el psicoanalista Wilfred Bion –, «tocando la mente del ser humano, la hace florecer y de esta manera, obra en ella todo su potencial transformador».63 Entonces, se vuelve a plantear la cuestión, puesto que la metamorfosis desplegada por el mundo de las ciencias está fundada en la voluntad de poder que en la representación anula toda disposición contemplativa, ¿es preciso que la metafísica, establecida en el estupor que abre el pensamiento filosófico, renuncie a los frutos esto es, a la misma metamorfosis? Emmanuel Falque, en su obra Metamorfosis de la finitud ha apuntalado la realidad de la metamorfosis en el acontecimiento de la resurrección, desplazándola de la voluntad de poder y el superhombre nietzscheanos. «El acontecimiento de la resurrección, a modo de paradigma de toda metamorfosis del mundo, "mundifica" de alguna manera el mundo, pues no se produce solamente "dentro" del mundo, sino que me transforma a mí mismo que soy "en" el mundo… en el "reino"»,64 es decir, le da sentido al conferirle una nueva estructura.65

En este sentido, llama la atención la refutación de la metamorfosis nietzscheana que lleva a cabo Falque, a partir de algunos textos de san Pablo sobre la resurrección. La metamorfosis del joven pastor convaleciente en el Zaratustra de Nietzsche recuerda, de hecho, en muchos aspectos, la metamorfosis de la resurrección de Cristo.

De esta manera, Friedrich Nietzsche critica la noción cristiana de resurrección, en primer lugar, por el carácter pasivo del sujeto – voluntad de impotencia e incapacidad de ponerse en pie por sí mismo) – al que opone el eterno retorno, como aquello que debe permitir al hombre sostenerse por sí mismo, levantarse y erguirse, resucitar activamente y no ser resucitado pasivamente. Esta expresión de la metamorfosis de la voluntad de poder del superhombre es respondida, señalando que, siguiendo a san Pablo, carne y espíritu son dos modalidades del cuerpo (como piedra y carne lo son de corazón en la literatura profética del Antiguo Testamento), de modo que la auto-resurrección nietzscheana aparece como la expresión de un cuerpo encorvado carnalmente sobre sí mismo en su propio rebasamiento (carne), sin apertura posible al otro para salir de sí (espíritu). No es el hombre el que hace que Dios venga a él, sino Dios el que lo aproxima a sí para metamorfosearlo con él. Solo la transposición aperceptiva del Hijo – sus vivencias carnales – en el Padre – espiritualmente –, bajo el efecto del Espíritu Santo – que es la fuerza misma – como metamorfosis del Hijo por el Padre, el hombre es concernido y metamorfoseado – la resurrección lo incluye a él mismo –.66

En segundo lugar, Nietzsche reprocha al cristiano que éste se mueve por el miedo en su voluntad de perdurar y pretendiendo una huida en su irresistible salto a otro mundo, en tanto que el superhombre da prueba de coraje asumiendo lo perecedero y de apego a la tierra en amor al instante como única forma de vida (resucitará a esta misma vida y a este mismo mundo sobre los que en este instante decide). No es fácil replicar esta acusación, desde el momento en que es común entender la resurrección como una salida del sepulcro. Siguiendo una vez más a san Pablo, Emanuel Falque pone de relieve el carácter no orgánico ni biológico del cuerpo resucitado: resucita la manera que le hombre tiene de vivir ese mismo cuerpo, esto es, su cuerpo más propio, propiedad más de Dios que de él mismo. La carne hace que el ser relacional del hombre atienda a la voz del Hijo de Dios que se acerca o que esté sordo a ella. Por la Resurrección no hay entonces dos mundos, sino dos maneras diferentes de vivir el mismo mundo. La ficción de un trans-mundo (en la acusación nietzscheana) forma parte, no de la verdad del cristianismo, sino de una deriva platonizante del mismo.67 De hecho, el propio san Agustín (centro frecuente de la acusación de platonizar la fe cristiana) concibió las dos ciudades como dos maneras diferentes y opuestas de relación con Dios y consigo mismo: tierra y cielo no marcan la oposición de un arriba y un abajo absolutos, sino diferentes maneras de ser en el mundo.

Y, en tercer lugar, Nietzsche corrige la corporeidad arcaica, negación del mismo cuerpo y la pérdida de la voluntad propia en la igualación y la unificación del único cuerpo de Cristo. Para hacer frente a esta acusación, Falque señala la fenomenidad del cuerpo celeste, verdadero modelo de la corporeidad fenoménica terrestre. San Pablo en 1Cor 15,40-42 designa al ser humano por analogía a los cuerpos celestes («y una cosa es el resplandor de los (cuerpos) celestes y otra es el de los terrestres… igual pasa en la resurrección de los muertos»), aunque siga siendo terrestre: únicamente el resplandor del cuerpo constituye el ser resucitado. No en vano, los medievales atribuían al cuerpo resucitado el carácter de la incorruptibilidad, junto con el de la claridad, la sutilidad, la impasibilidad y la agilidad.68

La Resurrección cristiana, acontecimiento de la transformación del mundo, precede ontológicamente a la creación y se erige en clave de bóveda del cristianismo y el principio de la nueva creación. La metamorfosis de la finitud del Hijo del hombre da acceso a las cosas del cielo y es capaz de iluminar el abajo: Dios mismo, mediante su metamorfosis – y la del hombre en él – transfigura la estructura del mundo. Es posible plantear, tomando con referencia el agudo análisis de Falque, la resurrección cristiana como una alternativa metafísica a la metamorfosis establecida en voluntad de poder del superhombre.

4. Interés

Invocar un interés supone establecer el discurso sobre el horizonte de la finalidad. El filósofo de la ciencia Mariano Artigas ha postulado cuatro modos de entender la riqueza de la finalidad, que se despliega en el horizonte físico, antropológico y, pros hen, metafísico. De esta manera, se ha referido al fin, en primer lugar, como el final de un proceso; en segundo lugar, como la meta de una tendencia; en tercer lugar, como el valor para un sujeto; y, por último, como el objetivo de un plan.69 Con todo, no es frecuente que se incluya en el discurso de la ciencia actual referencia alguna a la finalidad. De las cuatro causas aristotélicas, la última de ellas es, sin lugar a dudas, la más despreciada en el mundo contemporáneo. Es famosa la sentencia del premio Nobel de fisiología, Jacques Monod, quien al final de su obra El azar y la necesidad (1970) sentenció: «la antigua alianza se rompió; el hombre sabe que está solo en la inmensidad indiferente del Universo, de donde apareció por casualidad. Ni su destino ni sus obligaciones están escritos en ninguna parte». Las objeciones contra la causalidad final o la explicación teleológica han ido cambiando su rostro a través de la historia. Sin embargo, todas ellas tienen en común que consideran tales causas como explicaciones demasiado metafísicas, con todas las preocupaciones sobre la verificabilidad, la borrosidad o el antropomorfismo, que implica este término de vilipendio.

La cuarta objeción a la utilidad de la metafísica se refiere, por ello, a su fin. Se tendría entonces que vislumbrar la palabra última de la filosofía primera con la que contestar, más allá de cualquier camino interesado, que no son los intereses desprovistos de fin (el bien), lo que guían, por azar, los caminos de una ciencia accidental. von Balthasar hace coincidir la pérdida de la referencia teleológica en las ciencias con el olvido de la belleza. La belleza es esa palabra final a la que puede llegar el intelecto reflexivo, «puesto que es la aureola de resplandor imborrable que rodea la estrella de la verdad y del bien y su indisociable unión. La belleza desinteresada… que se ha despedido de puntillas del mundo moderno de los intereses, abandonándolo a su avidez y su tristeza».70 La senda delineada por la metafísica se sitúa lejos aquellos intereses (bancarios), de hecho, podría decirse que «belleza» es una palabra que expresa gratuidad. El principal rasgo de la belleza es, precisamente, el esplendor que, alumbrando el ente, alumbra desde él, antes que él.

4.1 La reunión de los trascendentales

La belleza espléndida, última palabra de la metafísica, se convierte, sin embargo, en la voz inicial del pensar religioso: fascina y atrae al tiempo que desconcierta y provoca un temor reverencial. Esta belleza transporta al sosiego e invita al misterio de un ser luminoso que se da. Tal don injerta en la admiración, origen de la filosofía, que alegra y satisface al espíritu.

Frente a los proyectos manipuladores, en los que el mundo del deseo del hombre flirtea con la alienación, la admiración se presenta austera, modesta, dejando que la luz de lo que se ve guíe la mirada. Por ello, admirar implica tensión y espera, esperanza más que intención.71

La admiración es el lugar donde el ser aparece en su integridad, por pura gracia. La reunión de los trascendentales no es el fruto de un esfuerzo especulativo violento de la razón que rinde cuenta, sino un don esplendente del ser mismo. El esplendor de lo bello es verdaderamente la identidad del ser con el espíritu, con todo el espíritu. Y de esta manera la belleza añade a los demás trascendentales una fuerza de totalidad de los que estos no gozan por sí mismos.72

La unidad de los trascendentales se da a sí misma en la belleza, auténtica propiedad trascendental del ser.73

4.2 El juego. La lógica de la gratuidad

Sólo desde el pórtico de esta auténtica ordenación de un amor que es caridad, bajo la luz de la Gracia que se entrega, se alcanza a vislumbrar una salida que supone la proposición de una «nueva perspectiva lógica». En ella, la contradicción no se anula por medio de la unificación violenta de la razón, sino que la paradoja es superada a partir de la concordancia de los contrarios, según el modelo cristológico.

Esta nueva racionalidad halla su mejor imagen en el «arte» como expresión de lo lúdico. No hay un aspecto de la vida humana donde no esté presente la dimensión del juego, que, de esta manera, se torna esencial en la existencia de los hombres: el juego, y sólo éste, hace que el ser humano sea tal. Se podría decir que «el hombre sólo juega cuando es hombre, en el pleno sentido de la palabra; y es por entero hombre sólo cuando juega».74 El juego que puede ser una alegoría del mundo de la sombra y de la oscuridad de la concupiscencia, huella de la razón de los efectos, pasa a ser ahora modelo. Lo lúdico es, a la vez (paradójicamente), expresión de lo que está por debajo de la realidad, por cuanto es huida de ésta y refugio en el sueño y en la imaginación; pero, al mismo tiempo el juego es capaz de señalar una realidad que está más allá de lo dado. En ambos casos, expresa la humanidad, la grandeza del ser humano que es capaz de rozar el misterio y que, sin embargo, es sabedor de tal grandeza, solo a través de su miseria. El juego está capacitado para pronunciar la humanidad porque, a un tiempo, dice diversión y conversión. Aquí precisamente radica el principio que hace posible la unidad sin unificación.

La realidad del juego abre una nueva dimensión donde las definiciones y las percepciones geométricas son desbordadas. El hombre, por medio del juego, se introduce en el ámbito en que, dejando atrás la necesidad, son conjugadas la belleza y la gratuidad. En efecto, el juego artístico tiene un sentido sublime, es reflejo de la verdad, demostración de la conciencia del ser y expresión de la vida que trasciende el exterior, bajo las formas de la desinteresada belleza.75 El ser humano, en el retozo lúdico, reproduce el «divino juego del mundo».76

No obstante, es la dimensión mistérica del juego, desarrollado entre los hilos del azar, la que lo sitúa en el fundamento: nada es sin fundamento,77 por cuanto, todo aquello que es, posee un soporte de su realidad efectiva. La ausencia de un porqué en lo lúdico, abre al ser humano a la realidad del ser, que se pone en juego como el abismo sin fondo de aquella partida que, en cuanto destino, «lanza al ser humano al fundamento». El juego es «expresión del movimiento del alma humana que traza el camino que va de su propio reino al reino de la vida en donde se encuentran la estabilidad y la felicidad eterna».78 El fundamento es aquello que aquieta, que de antemano yace como soporte para todo ente. El porqué remite, de este modo a algo fundamental, a lo esencial: a la esencia del ser mismo.79 El juego, hecho arte, transfiguración en forma, se torna, de esta manera, «hilo conductor de la explicación ontológica»,80 auténtico «reposo»I81

El juego del saber se vuelve ahora «culto», por medio del cual la acción realiza una salvación y procura una ordenación de las cosas que es superior al orden fenoménico. El juego es juego sagrado. La liturgia no es un trabajo, sino un juego, jugar ante Dios: el hombre mismo se convierte en una obra de arte que se realiza delante de Dios creador, sin más fin que vivir y ser en su presencia. De este modo, ¿qué ha de ser, en definitiva, la Eternidad, sino la acabada y sabidísima ejecución de este sublime juego?82

4.3 Gracia

El juego dice la Sabiduría y la Bondad y la Belleza, pero dice sobre todo la Unidad del que, por su Gracia, invita al ser humano a salir de la dispersión del divertimento (pascaliano) y a entrar en el Reino del Uno, en el orden del Amor. De la alegoría, principio del orden del espíritu, al modelo trascendental, eje del orden de la Gracia divina. En ambos, en el abismo en que se pone en juego la Eternidad, un mismo protagonista: el jugador. Entonces, en los dominios de la Gracia, al contemplar el rostro del Compasivo, el jugador reconoce que «el hombre supera infinitamente al hombre».83

El matemático y filósofo Pascal había experimentado al Dios vivo, al Dios de la fe, y en tal encuentro vivo con el Tú de Dios, comprendió, con asombro manifiestamente gozoso y sobresaltado, qué distinta es la irrupción de la realidad de Dios en comparación con lo que la filosofía matemática de Descartes, por ejemplo, sabía decir sobre Dios.84

5. Conclusión. La Isla misteriosa

Quien se acerque a los dos volúmenes de la novela La Isla misteriosa, de Julio Verne, tendrá la oportunidad de conocer al maravilloso benefactor de esos hombres solos, que, víctimas de un naufragio, habían arribado de este modo a la isla. El misterio se había extendido sobre ellos: ¿quién sería aquel que acudía en su ayuda cuando más lo necesitaban? De repente, cuando el joven Pencroff yacía moribundo bajo el efecto devastador de la malaria y cuando nada en el mundo podría haberlo salvado, allí apareció la quinina. Y el perro Top, que se ponía a gruñir con la mirada fija en el fondo del pozo, mientras ellos se preguntaban qué lo habría puesto tan nervioso. Finalmente, cuando el volcán entró en erupción, encontraron a su bienhechor. Y lo hicieron a través del conducto secreto conectado con el hilo telegráfico que iba desde la cueva hasta el corral. Siguieron el conducto hasta que se perdió en el fondo del mar. Y allí, en su embarcación y en su cueva submarina, hallaron al capitán Nemo, su desconocido benefactor… El desarrollo ágil de esta narración fácilmente podría contagiar del alcance vital de la literatura, en un relato que toca la verdad de la vida en su centro más real. Por medio de ese personaje esquivo, pero dadivoso y entregado, que se va revelando tan poco a poco, se deja intuir una huella del fundamento de la metafísica, amigo de los hombres y socorro del deseo pedigüeño del corazón humano.

Parece como si la literatura reclamase un modo de entender la metafísica, que nada tiene que ver con el pensamiento de una exterioridad que determina la relación del hombre la Vida, como si ambos pudieran ser reducidos a objetos o conceptos. La creación literaria exige una carga patética, en la que comparece con toda su fuerza la Vida, ésa que nada se asemeja al objeto de estudio de las ciencias, las cuales le dieron rápidamente entrada en la categoría del saber conceptual de la biología o de la física-matemática. Esa Vida, que, en la fenomenología de Michel Henry, aparece como conocida interiormente por todos, aunque nadie sepa por qué vive: toda persona quiere vivir y esta vida le parece, incluso en la desgracia, el bien más preciado al que cada uno está atado, según la intuición del Maître Eckhart. Esta Vida, en cuanto Origen del pensamiento, parece difícil de ser comprendida conceptualmente, en tanto que los escritores se han esforzado por narrarla (de ella hablan Pavese, Bulgakov…).

Como náufragos, en la exterioridad de un mundo cuya la luz – condición transcendental de toda manifestación – se convierte, no obstante, en el mayor obstáculo para una justa comprensión de la Vida. Nada divino puede aparecer, ni ser reconocido bajo su luz: la Vida tiene su propio modo de donación y dicha manifestación está dotada de un brillo tal que hace palidecer la luz de este mundo. La Palabra de la Vida es inaudible según el modo en que se oye un ruido mundano. La Vida habla en el corazón, donde tiene su sede cuanto se encuentra edificado según la estructura de su auto-revelación (impresiones, deseos, afectos, sentimientos, pensamientos…).

Y entonces, ¿para qué sirve la metafísica? La metafísica, dígase una vez más, no sirve para nada. Sin embargo, es preciso escuchar en esta sentencia del Estagirita un eco de la socrática, solo sé que no sé nada. Del mismo modo que la ignorancia socrática estaba preñada de sabiduría – únicamente así podría acercarse a la armonía con la sabiduría –, la inutilidad aristotélica ha sido fecundada por un valor que desborda las categorías de comodidad, interés, provecho y fruto. Quien limitarse el preguntar a la cuestión acerca de la utilidad de la Vida, en su misma pregunta mancillaría la Vida, y, aguardando la respuesta bien determinada, silenciaría la pregunta.

«Ciertamente se trata de una experiencia mística y, por tanto, de una experiencia poco frecuente, tanto que es para nosotros y para nuestro saber racional el fundamento auténticamente más universal, el Ser».85


  1. Cf. Platón, Téeteto, in Diálogos. II. República-Parménides-Teéteto, trad. de Conrado Eggers Lan , Gredos, Madrid 2011, 174a, p. 470-471. ↩︎

  2. Cf. Aristófanes, Las nubes, trad. de Luis M. Macía Aparicio, Ediciones Clásicas, Madrid 1977, p. 68-71. ↩︎

  3. Cf. S. Kierkegaard, Diapsálmata, trad. de Enrique Bernárdez, Hermida, Madrid 2015. ↩︎

  4. Aristóteles, Metafísica, A/I, 2 (982b), trad. de Tomás Calvo Martínez, Gredos, Madrid 2011, p. 24. ↩︎

  5. W. Dilthey, Gesammelte Schriften, vol. 8, Teubner, Leipzig-Berlin 1931, p. 140. ↩︎

  6. Epicuro, Obras completas, trad. de José Vara, Cátedra, Madrid 2005, p. 91. ↩︎

  7. Ibi. p. 88. ↩︎

  8. Aristóteles, Metafísica, A/I, 1 (980a), cit. a la nota 4, p. 20. ↩︎

  9. Cf. Zimmermann, A., Ontologie oder Metaphysik, Brill, Leiden-Köln, 1965. ↩︎

  10. Cf. S. Breton, «Réflexions sur la fonction méta», Dialogue. Canadian Philosophical Review, 21, 1982, p. 45-56. ↩︎

  11. Cf. P. Gilbert, «Metafisica e "funzione meta"», Giornale di Metafisica, 32, 2010, p. 534. ↩︎

  12. Cf. S. Breton, Poétique du sensible, Cerf, Paris 1988, p. 41. ↩︎

  13. Cf. S. Petrosino, Interlinea, Lo stupore, Novara 1997. ↩︎

  14. Cf. E. Falque, Pasar Getsemaní. Angustia, sufrimiento y muerte. Lectura existencial y fenomenológica, trad. de Al. De Rio Hermann, Sigueme, Salamanca 2013, p. 17. ↩︎

  15. Cf. H.U. von Balthasar, «Ireneo», in Gloria 2. Estilos eclesiásticos, trad. de J. L. Albizu Salegui, Encuentro, Madrid 1992, p. 68. ↩︎

  16. Cf. M. Heidegger, Identidad y Diferencia, trad. de Helena Cortés y Arturo Leyte, Anthropos, Barcelona 1988. Véase especialmente la primera parte «El principio de Identidad», p. 60-97. ↩︎

  17. M. Heidegger, ¿Qué es la filosofía?, trad. de Jesús Adrián Escudero, Herder, Barcelona 2006, p. 61. ↩︎

  18. Cf. É. Gilson, El ser y la esencia, trad. de Leandro de Sesma, Desclée de Brouwer, Buenos Aires, 1951, p. 133-143. ↩︎

  19. É. Gilson, El Tomismo. Introducción a la filosofía de Santo Tomás de Aquino, trad. de Fernando Múgica, Univsidad de Navarra, Pamplona 1978, p. 240. Cf. Santo Tomás de Aquino, Commento ai nomi divini di Dionigi, vol. 2, trad. di Battista Mondin, Studio Domenicano, Bologna 2004, cap. VIII, n. 332, p 144-145. ↩︎

  20. Cf. É. Gilson, El ser y la esencia, cit. a la nota 18, p. 103. ↩︎

  21. Cf. Ibi., p. 100-102. ↩︎

  22. A. Rosmini, Introducción a la filosofía, trad. de Juan F. Franck Carlozzi, Biblioteca de autores cristianos, Madrid 2011, p. 138-144. ↩︎

  23. Cf. P. Gilbert, Metafísica. La paciencia de ser, trad. de E. Peña Eguren, Sigueme, Salamanca 2008, p. 92s. ↩︎

  24. M. Henry, «Videre videor», in Genealogía del psicoanálisis. El comienzo perdido, trad. de Javier Teira Lafuente, Ranz Torrejó, Syntesis, Madrid 2002, p. 33. ↩︎

  25. Ibi↩︎

  26. Ibi., p. 39. ↩︎

  27. Ibi., p. 41. ↩︎

  28. Ibi., p. 60. ↩︎

  29. Cf. M. Henry, La Barbarie, trad. de Tomás Domingo Moratalla, Caparrós, Madrid 1987, p. 72. ↩︎

  30. Cf. Ibi., p. 74-75. ↩︎

  31. Cf. Ibi., p. 65. ↩︎

  32. Cf. Ibi., p. 66. ↩︎

  33. Cf. Ibi., p. 67. ↩︎

  34. Cf. Ibi., p. 169. ↩︎

  35. Cf. J.-L. Marion, El ídolo y la distancia. Cinco estudios, trad. de M. Pascual y N. Latrille, Sigueme, Salamanca 1999, p. 19. ↩︎

  36. M. Henry, «Fenomenología de la conciencia-fenomenología de la vida», in Fenomenología de la Vida, trad. de Mario Lipsitz, Prometeo, Buenos Aires 2010, p. 76; cf. Ibi., p. 74-78. ↩︎

  37. P. Gilbert, Metafísica. La paciencia de ser, cit. a la nota 23, p. 209. ↩︎

  38. J.-L. Marion, El cruce de lo visible, trad. de J. Bassas Vila e J. Masó, Ellago, Castellón 2006, p. 110-111. ↩︎

  39. Concilio Ecuménico Nicea II, canon VII. (Denzinger-Hünermann, n. 302). ↩︎

  40. Cf. J.-L. Marion, El cruce de lo visible, cit. a la nota 38, p. 111. ↩︎

  41. Ibi., p. 113. ↩︎

  42. Aristóteles, Metafísica I, 2, 982b, cit. a la nota 4, p. 27. ↩︎

  43. Cf. J.-L. Marion, El cruce de lo visible, cit. a la nota 38, p. 151. ↩︎

  44. Cf. Ibi., p. 150. ↩︎

  45. Agustín de Hipona, De doctrina christiana, in Obras de San Agustín, XV, trad. de Balbino Martín, Biblioteca de autores cristianos, Madrid 1969, 1,3s. ↩︎

  46. J.-H. Newman, The Idea of a University, Longmans, London 1907, V, 5, p. 111. ↩︎

  47. Cf. P. Gilbert, Sapere e Sperare. Percorso di metafisica, Vita e pensiero, Milano 2003, p. 78-80. ↩︎

  48. Cf. J. Pieper, Defensa de la filosofía, trad. de Al. Esteban Lator Ros, Herder, Barcelona 19896, p. 53-54. ↩︎

  49. Cf. M. Heidegger, La proposición del fundamento, trad. de F. Duque, Ediciones del Serbal, Barcelona 1991, p. 213-221. ↩︎

  50. Cf. R. Descartes, Méditations de philosophie première, in Ch. Adam et P. Tannery (eds.), Œuvres de Descartes, vol. IX, Deuxième série des réponses, seconde partie, p. 125-132; B. Spinoza, Éthique, trad. de Robert Misrahi, Éditions de l’éclat, Paris 2005. ↩︎

  51. Cf. E. Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, trad. de J. Iribarne, Prometeo, Buenos Aires 2008. ↩︎

  52. Ibi., p. 47. ↩︎

  53. Ibi., p. 48. ↩︎

  54. Ibi., p. 49. ↩︎

  55. Cf. Ibi., p. 50. ↩︎

  56. Ibi↩︎

  57. Ibi., p. 55. ↩︎

  58. Ibi., p. 56-57. ↩︎

  59. Cf. A. G. Gargani, «Transizioni tra codici testuali e intrecci testuali», Pluriverso, 1995/1, p. 70-80. ↩︎

  60. A. G. Gargani, Stili di analisi. L’unità perduta del metodo filosofico, Feltrinelli, Milano 1993, p. 23-32. ↩︎

  61. H.U. von Balthasar, Verdad del mundo. Teológica I, trad. de L. Piossek e J. P. Tesaus, Encuentro, Madrid 1997, p. 26. ↩︎

  62. Cf. Ibi., p. 39-41. ↩︎

  63. Cf. W. Bion, Attenzione e interpretazione, Armando, Roma 1973, p. 95. ↩︎

  64. E. Falque*, Metamorfosis de la finitud. Nacimiento y Resurrección*, trad. de Al. De Rio Hermann, Sigueme, Salamanca 2017, p. 180. ↩︎

  65. Ibi., p. 170. ↩︎

  66. Cf. Ibi., p. 145, 138-139. ↩︎

  67. Cf. Ibi., p. 159. ↩︎

  68. Cf. Ibi., p. 87-108. ↩︎

  69. Cf. M. Artigas, La mente del Universo, Eunsa, Pamplona 1999, p. 181-190. ↩︎

  70. H.U. von Balthasar, Gloria. 1. La percepción de la forma, trad. de E. Saura, Encuentro, Madrid 1985, p. 22. ↩︎

  71. Cf. P. Gilbert, Metafísica. La paciencia de ser, cit. a la nota 23, p. 386-389. ↩︎

  72. Cf. A. Marc, Dialectique de l’affirmation, Essai de métaphysique réflexive, Desclée de Brouwer, Paris 1952, p. 237s. ↩︎

  73. Cf. E. Coreth, Metaphysik, Tyrolia-Verlag, Innsbruck 19803, p. 396. ↩︎

  74. F. Schiller, Lettere sull’educazione estetica dell’uomo, trad. di A. Negri, Armando, Roma 1971, Lettera XV, p. 58-59. ↩︎

  75. Cf. R. Guardini, El espíritu de la liturgia, trad. dei Félix García, Araluce, Barcelona 19623, p. 150. ↩︎

  76. F. Nietzsche, Frammenti postumi 1884, in Opere di F. Nietzsche, VII/2, trad. di M. Montinari, Adelphi, Milano 1976, 26 [193], p. 182. ↩︎

  77. Cf. M. Heidegger, La proposición del fundamento, cit. a la nota 49, p. 183-200. ↩︎

  78. N. di Cusa, Il gioco della palla, Città Nuova, Roma 2001, p. 83: «Dico che questo gioco esprime il movimento della nostra anima che va dal suo regno della vita in cui è la quiete e la felicità eterna…». ↩︎

  79. Cf. M. Heidegger, La proposición del fundamento, cit. a la nota 49, p. 189-200. ↩︎

  80. H.G. Gadamer, Verdad y metodo, trad. de Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito, Sigueme, Salamanca 1999, p. 143. ↩︎

  81. B. Pascal, Pensamientos, trad. de M. Parajón, Circulo de Lectores, Madrid 20082, n. 136 (ed. J. Chevalier, n. 205). Cf. T. Shiokawa, «Le temps et l’éternité selon Pascal», XVIIe siècle, 60, 2008, p. 282-283. ↩︎

  82. R. Guardini, El espíritu de la liturgia, cit. a la nota 75, p. 156-157. ↩︎

  83. B. Pascal, Pensamientos, n. 131 (ed. J. Chevalier, n. 438), cit. a la nota 81. ↩︎

  84. J. Ratzinger, El Dios de la fe y el Dios de los filósofos, trad. de J. Aguirre, Encuentro, Madrid 2006, p. 8. ↩︎

  85. P. Gilbert, Metafísica. La paciencia de ser, cit. a la nota 23, p. 26. ↩︎